Es posible imaginar la migración como un hecho individual; una persona con maleta en mano y mochila al hombro mira hacia atrás y suspira, se pregunta si el camino recorrido volverá a ser andado, o si como decía Machado, “será la tierra que nunca se ha de volver a pisar”.
Podría ser representada también como una situación masiva: torrentes de gente pasando una frontera. En los Estados Unidos de América podemos visualizar un barco lleno de gente leyendo las palabras que trae consigo la colosa que solía dar la bienvenida a los inmigrantes:
¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres
Vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad
El desamparado desecho de vuestras rebosantes playas
Enviadme a estos, los desamparados, sacudidos por las tempestades a mí
¡Yo elevo mi faro detrás de la puerta dorada!
Una visión más conforme a lo que vivimos actualmente podría ser la de hombres cruzando la frontera en México en el desierto, o la de miles de venezolanos cruzando una línea imaginaria que separa el desastre con la oportunidad, o la de musulmanes escapando de una guerra hacia la desconocida tierra europea.
- Lea más: Las migraciones, el espinoso problema social de nuestra era globalizada
- Lea más: No hay evidencia de que inmigrantes delincan más que nativos en EE.UU.
No importa cuál sea la visión, la constante es el miedo, de los que migran y de los que reciben. Siempre ha sido así: la llegada de un grupo masivo de personas amenaza, de una u otra forma, la cultura de quien llega y de los ciudadanos del país que lo recibe. En las guerras nunca es fácil recibir a los nacionales del enemigo: podrían ser espías, podrían traer consigo aquello que los hace estar en guerra, especialmente en guerras con connotaciones culturales y religiosas. La cultura o la religión enemiga podrían estar entrando por la frontera junto a los inmigrantes.
Las formas cambian, pero se mantiene la constante mencionada: el miedo se apodera de todos al ver las oleadas migratorias actuales. Después de todo, grandes grupos de personas son las que modifican a la sociedad. De permitirse la libre migración globalmente, no cabe duda que la sociedad europea tomaría gran parte de la cultura musulmana. Ha pasado lo mismo con la sociedad estadounidense adaptándose a ciertas formas latinoamericanas, o con Colombia adaptándose a sus recibidos venezolanos. Incluso se puede ver a los cubanos desparramándose por el resto de lo que llamamos occidente, regando su cultura por donde pasan.
El miedo que se genera con las migraciones desde los países de Medio Oriente es la de la pérdida de lo que llamamos “valores occidentales”, que son el resultado de una pugna permanente entre las ideas del cristianismo y las del individualismo. Individualismo no es egoísmo, cabe aclarar, sino la idea de que cada persona tiene derecho a mantener sus valores morales y religiosos sin intromisión alguna. El Estado no puede tomarse por asalto la libertad, la vida ni la propiedad de un individuo; no puede decirle en qué creer, cómo ser, qué desear, ni a qué rezarle; no puede el Estado reinante decirle a un individuo cuál es el camino para su propia felicidad.
Estos “valores individualistas”, entonces, difieren en su totalidad con los “valores cristianos”. Sin embargo, se ha logrado una especie de convivencia. El miedo que generan las migraciones actuales es que los valores que lleguen no puedan hacer pugna con los occidentales tradicionales.
Pero la idea en Estados Unidos, desde el momento de su creación, frente a los inmigrantes era otra: la migración afecta los valores de la sociedad, sí, pero no aquellos con los que se rige el Estado; los derechos constitucionales no son negociables; los inmigrantes podrían tener las ideas que quisieran, pero no encontrarían lugar en el Estado las ideas tiránicas que renegaban de la libertad del individuo. Hay valores amenazados en la sociedad, pero los valores de un individuo que convive en sociedad no son cuestión del Estado.
¿Qué tipo de valores occidentales amenazan los inmigrantes?
La cultura musulmana, dicen, tiene poco de individualista, poco de libertad individual, poco de culto a la vida y de culto a la propiedad privada. La cuestión es que el cristianismo en este punto se le parece bastante: los valores cristianos no hablan del valor del individuo en cuanto que individuo, hablan de su valor en cuanto a miembro de una comunidad, hablan del sacrificio de lo individual para lo comunal, desde el diezmo hasta la actitud resignada del cristiano promedio, el valor cristiano se mide en su exterior, no en el interior. Sin embargo, de alguna manera, en una pugna constante de ideas contrarias se ha hecho posible la convivencia de las ideas cristianas con las ideas individualistas.
¿Por qué ha sido posible esa convivencia? Por una máxima de los individualistas en la organización estatal: el Estado y la religión no deben nunca ir de la mano. No porque la religión, como creemos muchos, sea perjudicial en sí misma, sino porque los valores individualistas reclaman que si una creencia de cualquier tipo es válida para algo, la otra también; si una postura religiosa tiene un beneficio, la otra debe poder tenerlo también. Para que se entienda: si se considera que el cristianismo por ser mayoritario puede adueñarse del Estado, el Islam también podría hacerlo de hacerse mayoritario.
El Estado individualista no debe respetar creencia alguna, pero debe respetarlas todas; no debe legislar ni guiarse por los valores religiosos para la toma de decisiones estatales, pero debe permitir que cada individuo, mientras no haga daño directo a la libertad, la vida o la propiedad de otro, crea en la religión de su elección, y la practique -perdón por la forma cruda- como se le dé la gana.
Expulsar, censurar y prohibir el Islam en nombre de la libertad, sería exactamente igual que hacer lo propio con el cristianismo, el hinduismo, el agnosticismo o el ateísmo. Dar poder al Estado para decidir qué religiones puede tener un individuo, y de qué forma puede practicarlas, es el primer paso para que cualquiera, por ejemplo, los fanáticos islámicos, hagan uso de ese poder.
La idea de la existencia de Estados Islámicos es poder castigar desde el aparato estatal a los que practiquen una religión distinta. Es ingenuo creer que los valores cristianos serán distintos en el uso del poder. Históricamente no ha sido así, y es más ingenuo creer que una acción de este tipo sería solo usada una vez y de forma excepcional. Prohibir estatalmente la religión islámica, o incluso sus variantes más fanáticas (debo reconocer, no soy experto en islamismo, y de hecho no soy experto en el contenido de ninguna religión) es el primer paso para que el Islam llegue al poder y pueda prohibir cualquier otra postura religiosa.
No es necesario prohibir el Islam porque algunos de sus miembros asesinan, violan y torturan; el asesinato, la violación y la tortura ya están prohibidos. No es necesario un Estado con más funciones de las actuales para detener el peligro de los fanáticos religiosos, se necesita un Estado con menos funciones, más pequeño, pero más fuerte. Un individuo puede traer consigo su religión, pero nunca se debe negociar la libertad individual, la práctica individual o colectiva de la religión no puede estar basada en la reducción de la libertad ajena. No se debe prohibir la llegada de nuevas culturas a una nación, se debe prohibir que el Estado reduzca la libertad de cualquier individuo.
La libertad individual es nuestro faro y nuestro escudo de defensa, la no intromisión estatal en los asuntos individuales es lo que nos defenderá de los intentos de los fanáticos por tomarse el Estado.
En palabras simples: el Estado no debe prohibir asuntos a los individuos, los individuos deben prohibir intromisiones innecesarias del Estado, esa es la verdadera idea contraria a la de los fanáticos del Islam.