Antes de empezar debo precisar que yo no soy sacerdote, teólogo, filósofo, seminarista o siquiera monaguillo. Soy un simple periodista, creyente y los pensamientos que aquí expongo son producto de una reflexión personal a partir de dos homilías.
Quiero que nos traslademos un momento a la Semana Santa del 2005, cuando la vida de Juan Pablo II se apagaba y le vimos destruido por el dolor, pero entregando su vida al ministerio que le había sido conferido. Él pensaba que “si Cristo no se bajó de la cruz, yo tampoco”.
Cada uno de los dones que Dios le había dado para comunicar con el mundo, se los quitó. La última facultad que perdió fue la de hablar, pero ello no importó. Con un gesto bastaba para conmover al mundo.
Hay gestos que estremecen más que las palabras. Uno de esos lo vimos recientemente, cuando el Papa Francisco salió a la Plaza de San Pedro oscura y vacía para pedir, junto a miles de millones de cristianos confinados en sus casas el fin de la pandemia.
Tengo ostensibles diferencias de criterio con Francisco. Sobre todo, políticas. No obstante, tengo que confesar que respeto profundamente su faceta religiosa y ese acto en San Pedro me conmovió en lo más profundo.
Soy católico. Practicante. Catecúmeno. Todos simples adjetivos que buscan esconder mi falta de fe. Ello quedó al descubierto con este virus, pues conforme se acercaba a occidente y golpeaba con fuerza Italia y España la impotencia empezó a gobernar mis pensamientos.
Decidí no rezar para que esto se acabara, pues estaba seguro de que miles de personas con más fe que yo estaban pidiendo que la pandemia cesara, y si Dios decidía no acabar con este sufrimiento pese a esos ruegos, era por algo. Opté por aceptar la realidad y empezar a asimilar las lecciones que llegaban junto a la parálisis de nuestro mundo.
Debo confesar que las palabras de Francisco en la Plaza vacía denunciaron las miserias que guardo en mi alma.
Quiero compartir algunos pasajes de esas reflexiones:
«Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso (…) se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. (…) Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente», dijo el Papa.
Este es quizás el aspecto más insólito de esta pandemia. Cada vez que una tragedia azota a una nación, es solo ese pueblo el que extrae una lección.
Durante el Terremoto de la Ciudad de México en 2017 vi la solidaridad hacerse presente ante el drama que nos golpeó sin compasión. Aprendí mucho, al igual que todos los que vivíamos en la capital mexicana en ese entonces. Pero esas lecciones nos quedaron solo a nosotros. En otros países la vida seguía con total normalidad y nuestro drama fue reduciéndose a unos minutos en el noticiero.
Esta pandemia nos ha igualado. Nos ha hecho sentir vulnerables. Mortales. A todos por igual, sin importar el lugar del mundo donde nos encontremos, o el nivel de vida que llevamos.
Sigo citando al Papa:
«La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades (…) Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia de hermanos», dijo Francisco.
Esta es quizás la parte que en la que me he sentido más denunciado. Eso soy yo: un tipo falso y superfluo con una agenda construida con proyectos, rutinas y prioridades absolutamente egoístas. Mis viajes se frustraron.
Ciertamente, esta tempestad acabó con todos lo que yo podía prever para mi vida y me frenó en casa. ¿Para qué? ¿Por qué debía vivir esto en Costa Rica y no en Medellín o en Miami? Probablemente para hacerme uno con mi familia. Abrazar esos aspectos de mis padres y mis hermanos que me hacen sufrir y amarles como ellos me aman a mí: a pesar de todo.
El Papa concluyó:
«Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta», pidió el Pontífice.
Es cierto. Tengo miedo. Temo por mis abuelas, por mi hermana menor, por mis padres, mis tías. Temo por todos, pero de alguna manera siento que a mí no me pasará nada.
¡Típico de mí! Esa autopercepción de imbatibilidad es lo que me tiene tan jodido.
¡Claro que puedo morirme! ¡Desde luego! Si me he encargado de ir matando mi cuerpo con comida y he dejado que la pereza me gobierne y me deje sin defensas para combatir este virus o cualquier otro.
Abandoné mi cuerpo. Vulneré mi salud y ahora que necesito estar bien, me encuentro mal ¡cuánta torpeza! ¡Cuánto descuido!
Ese es el primer error que no puedo seguir cometiendo: tengo que cuidarme. Y debo empezar ya.
Cuando empecé en este oficio como aprendiz de corresponsal en El Vaticano rápidamente me enfrenté a mi primera Semana Santa. Llegó el Viernes Santo y conocí a un personaje particular: el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, el fraile capuchino es el encargado de predicar para el Papa en retiros espirituales y ocasiones especiales como el Viernes Santo.
El padre Cantalamessa es uno de los predicadores más iluminados que he escuchado en mi vida. Este año, como siempre, me sorprendió con su reflexión durante la adoración de la Cruz.
Fue justamente el Padre Cantalamessa quien respondió a mi pregunta: “¿Es la pandemia un castigo de Dios?”.
Me permito compartir con ustedes sus palabras:
“La pandemia del coronavirus nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia. Tenemos la ocasión —ha escrito un conocido Rabino judío— de celebrar este año un especial éxodo pascual, salir del exilio de la conciencia. Ha bastado el más pequeño e informe elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos. Así actúa a veces Dios con nosotros: trastorna nuestros proyectos y nuestra tranquilidad, para salvarnos del abismo que no vemos. Pero atentos a no engañarnos. No es Dios quien ha arrojado el pincel sobre el fresco de nuestra orgullosa civilización tecnológica. ¡Dios es aliado nuestro, no del virus!
“Tengo proyectos de paz, no de aflicción”, nos dice él mismo en la Biblia. Si estos flagelos fueran castigos de Dios, no se explicaría por qué se abaten igual sobre buenos y malos, y por qué los pobres son los que más sufren sus consecuencias. ¿Son ellos más pecadores que otros? Dios participa en nuestro dolor para vencerlo. “Dios —escribe san Agustín—, siendo supremamente bueno, no permitiría jamás que cualquier mal existiera en sus obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno, para sacar del mal mismo el bien” (…) El virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado todas las barreras y las distinciones: de raza, de religión, de censo, de poder (…) No debemos volver atrás cuando este momento haya pasado. Como nos ha exhortado el Santo Padre no debemos desaprovechar esta ocasión. No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Esta es la «recesión» que más debemos temer. (…) “Después de tres días resucitaré”, predijo Jesús. Nosotros también, después de estos días que esperamos sean cortos, nos levantaremos y saldremos de las tumbas de nuestros hogares. No para volver a la vida anterior como Lázaro, sino a una vida nueva, como Jesús. Una vida más fraterna, más humana. ¡Más cristiana!», concluyó el Padre Cantalamessa.
Esa es mi mayor preocupación. Yo no estoy convencido de que el mundo vaya a ser distinto después de esta pandemia, pues siento que muchas personas simplemente están esperando que esto pase para volver a la vida de antes.
No creo que esta pandemia sea un castigo divino, pero tampoco lo veo como un regalo.
Percibo este periodo como una oportunidad para enmendar un camino que nuestro mundo ha recorrido hasta ahora con una moral torcida y prioridades estúpidas.
¿Qué es lo que realmente importa en esta vida? ¿Es acaso lo que me rodea lo que me hace verdaderamente feliz? ¿Si muero mañana hablarán bien de mí los que guarden mi recuerdo?
Esas son algunas preguntas que estoy intentando responder. Si a vos, como a mí, las respuestas no te resultan satisfactorias, que no cunda el pánico. Este es el momento de cambiar.