Nunca había tenido tanto miedo de salir a la calle. Ni siquiera en Venezuela. En esta ocasión lo que puede matarme no es un delincuente sino un minúsculo enemigo creado (por Dios o por los chinos) para acabar conmigo y con los míos.
Hoy cumplo tres semanas de confinamiento. Creo haber salido en solo cinco ocasiones y siempre para un propósito indispensable. Siento una ansiedad inexplicable si me encuentro en la calle. Necesito tener alcohol etílico o lysol en la mano.
El sábado viví un episodio particular. Fui a casa de mi abuela a dejarle unos audífonos que le compramos porque perdió los de su celular. La caja y el artefacto fueron arduamente desinfectados antes de entregarlos a mi tía (quien acompaña a mi abuela en su confinamiento). Ella tomó la caja con extremo cuidado y la desinfectó nuevamente. Mi abuela tiene 92 años. Lleva tres semanas aislada por voluntad propia. No pensaba verla, pero cuando supo que estaba afuera decidió asomarse a lo lejos para saludarme. Sonreía. Estaba feliz como siempre. Nuestra prioridad es que ella siga así.
Mi abuela materna está en el norte del país. Sola. Este 2 de abril cumplirá años y nadie podrá acompañarla para celebrarlo. Me parte el alma. Sé que a ella también. ¿Qué debemos hacer? ¿Cuál acto de amor es más grande? ¿Mantenernos lejos para cuidarla o acompañarla en su día? El dilema es terrible. La respuesta es desoladora.
Tengo la inmensa fortuna de trabajar desde casa. Ahora presento un programa de lunes a jueves donde resumimos la información más relevante del día sobre esta tragedia. Debo admitir que empiezo a verme afectado por las noticias. Intentamos poner una dosis de optimismo, pero es insuficiente.
He decidido empezar a dedicar mi programa de los domingos a hablar de algo distinto a la pandemia o la política. Me inclino por hacer un poco entretenimiento, pero todavía no sé cómo lo haré. Solo sé que yo mismo necesito dejar de pensar en esto todos los días. Debo hacer que el trabajo también sea mi escape.
Hace unos días reiteré la denuncia que el propio gobierno interino de Venezuela ha hecho ante la comunidad internacional: en el país hay menos de 80 respiradores para atender a la población que sufra de complicaciones a causa del COVID-19. Solo el USNS Comfort tiene más camas de cuidados intensivos que toda Venezuela.
De repente un grupo de espectadores empezó a escribirme reclamando por mi “pesimismo” y asegurando que, con el favor de Dios, Venezuela se verá librada de la pandemia.
Quiero dejar en claro (aunque no tengo por qué hacerlo): soy creyente y practicante. Justamente por eso entiendo que por algún designio divino nos tocó vivir esta tragedia a todos como generación.
Esta pandemia tiene un propósito para la vida de cada uno. A algunos les tocará con la pérdida de un ser querido, a otros con un golpe económico, a muchos les atacará directamente y a un doloroso porcentaje le quitará la vida. Sé que yo no estoy excluido de ninguna de esas posibilidades.
Ante esta noción, que he abrazado con relativa calma, me sorprende que haya quien crea egoístamente que la fe le apartará de un designio que está afectando al resto de la humanidad (al mejor estilo de López Obrador y sus “detentes”).
En esta tragedia estamos todos. No importa de qué país somos, cuál credo profesamos, el idioma que hablamos o qué ideología abrazamos. A todos puede matarnos este virus.
Suena terrible, lo sé. Y justo por eso me pregunto si hay un lado amable en esta tragedia.
¡Claro que lo hay! Lo veo en las historias de los ancianos que se recuperan del coronavirus (una gran mayoría de quienes lo contraen), pues ello me da esperanza.
Veo el lado positivo en mi casa, al estar obligado a compartir con una familia numerosa que llevaba unos cuantos meses viviendo cada uno por su lado. Veo el lado positivo en la cifra de curados y en los niños que nacen sanos pese a que sus madres estaban contagiadas.
Considero una buena noticia que los índices de contaminación hayan bajado. Me encanta que haya tantos lives en Instagram, porque me ayudan a conocer a mis artistas un poco mejor.
Me encantan las conversaciones que ahora hacemos con más frecuencia entre periodistas. Nos hemos reunido ya dos veces un grupo de amigos y colegas para grabar nuestras tertulias y compartirlas con el público.
La solidaridad en este periodo es inmensa. Los gobiernos intentan –en su mayoría– hacer todo para mitigar el impacto de la crisis que se nos viene.
No se trata de ver solo lo malo y esconder lo bueno, pero soy partidario de retratar fielmente la crueldad de esta pandemia para que todos sepamos lo que nos jugamos si decidimos no acatar las indicaciones de las autoridades de salud.
Ahora bien, siento conforme pasan los días una obligación moral de reportar con más ahínco lo bueno. De darnos un poco de esperanza después de haber comunicado tanto dolor.
Es un reto. Espero lograrlo con eficacia.
Tal vez el lado positivo de todo esto es que la mayoría sabremos agradecer el don de estar vivos y rodeados por los que amamos y nos aman, aunque el precio que estamos pagando como especie para aprender esta lección es sumamente doloroso. Ojalá merezca la pena. Dependerá de nosotros.