En el año 2018 cubrí como traductor para la RAI (Italia) la caravana de migrantes centroamericanos que atravesó México para intentar llegar a los Estados Unidos. Desde que vi por televisión los intentos desesperados de esos caminantes en Tecún Umán por cruzar la frontera mexicana, decidí que debía encontrar una forma de cubrir la historia.
Por esos días, una llamada benevolente me abrió las puertas de una experiencia periodística fascinante y me puse en marcha junto a un equipo joven con el que atravesé el país para contar historias.
Primero encontré a los migrantes en la Ciudad de México, donde el gobierno capitalino les había acogido en un polideportivo para que se repusieran del largo viaje y recobraran fuerza para atravesar la otra mitad de ese inmenso país.
Recuerdo que me presenté con ellos y les dije que era de Costa Rica: “pues debes ser el único tico aquí”, me dijeron con cierta molestia. Pese a ser centroamericanos, las realidades de nuestros países son sumamente distantes.
Mientras yo llegué a Hermosillo y Tijuana en avión, los migrantes tuvieron que hacerlo a pie, pidiendo aventones o en buses dispuestos por distintos gobiernos estatales que querían alejarlos de sus ciudades cuanto antes.
Llegaron a Tijuana. De inmediato fueron convocadas manifestaciones de mexicanos rechazando a los centroamericanos y exigiendo que se fueran de su ciudad.
“Detesto i fascisti!”, decía la reportera italiana a la que acompañaba en esa gira. La xenofobia es un reflejo de la inmadurez del individuo y cuando se manifiesta colectivamente, es un síntoma de la putrefacción que subyace en el pozo petrolero de la moral de cada familia.
Unos meses antes –en abril– había estallado el conflicto social en Nicaragua que ocasionó una migración masiva hacia Costa Rica. Yo no estaba en mi país para esos días, pero se hicieron virales los videos de ticos protestando, como lo harían después los mexicanos en Tijuana, exigiendo que los desplazados se marcharan.
En Costa Rica se ha hecho mofa durante décadas de los nicaragüenses, pues las condiciones de vida en el país vecino han hecho que cientos de miles lleguen a territorio costarricense para hacer los trabajos que los ticos han decidido dejar de hacer.
Yo crecí escuchando chistes xenófobos sobre nicaragüenses en la escuela y en la televisión, pero nadie nunca reparó en cómo se podrían sentir los agraviados por esas bromas de mal gusto.
No lo negaré. Mi familia también fue víctima de los timos de algunos nicaragüenses que migraron solo para delinquir, pero siempre he tenido claro que esos son una minoría.
Sé que estos ejemplos pueden parecer familiares para muchos venezolanos que me leen desde el exilio. Depende del país al que hayan decidido migrar, pero en casi todos habrán encontrado algún nivel de hostilidad.
No obstante, la mayoría sabrá coincidir conmigo cuando digo que la solidaridad es siempre mayor al ataque. Ese es también mi caso personal con respecto a los ataques que recibo desde hace algunos días en los que buscan demeritar mi opinión por no ser venezolano.
Jamás he negado mi nacionalidad. No me he hecho pasar por quien no soy. Soy costarricense. Hijo de costarricenses. Nieto de costarricenses. Tengo doce generaciones de sangre costarricense y española en mis venas y estoy orgulloso de ello.
Yo jamás he considerado mi nacionalidad como una limitante al ejercer mi trabajo. El periodismo no tiene barreras geográficas o políticas. Los periodistas vamos adonde está la noticia que queremos cubrir (como lo he hecho) y algunos nos entregamos a la cobertura de las crisis que cubrimos como consecuencia del impacto a nivel humano que generan en nosotros.
En mi país tuvimos en la pantalla durante casi 40 años a Pilar Cisneros, periodista peruana que llegó a Costa Rica y se convirtió en la líder de opinión más importante del país. Ignacio Santos es cubano y Amelia Rueda es argentina. Nunca nadie les dijo que se devolvieran a sus países a informar, porque sus voces hacían que los poderosos rindieran cuentas.
Crecí viendo CNN en español de antes. El de Patricia Janiot, Glenda Umaña, Claudia Palacios, Luis Carlos Vélez, Gabriela Frías y Daniel Viotto. Nunca me importó la nacionalidad de ninguno y a todos los vi entrevistar a los líderes del mundo sobre sus crisis locales sin que eso fuese considerado un crimen o una falta ética.
La histórica Oriana Fallaci dedicó su vida a cubrir los conflictos bélicos de múltiples países, tocando en ocasiones específicas la política de su natal Italia. Su nacionalidad nunca importó. Ella era periodista.
Para Christiane Amanpour (británica criada en Irán, hija de padre musulmán y madre cristiana, esposa de un judío siendo ella católica) su nacionalidad o religión no importaron a la hora de cubrir guerras, entrevistar líderes u opinar sobre política internacional.
Jorge Ramos nació en México, pero ha ido por el continente cuestionando a presidentes y haciendo una labor que yo respeto inmensamente.
A Fernando del Rincón me lo encontré en Cúcuta, en el puente de Tienditas el 23 de enero, esperando los dos que la Ayuda Humanitaria pasara y siendo testigos del conflicto de un país que no era nuestro pero que nos importaba como si lo fuera.
Yo no soy Oriana, Amanpour o Janiot. Mi talento no es el de Fernando del Rincón, Jorge Ramos o Jaime Bayly, pero comparto con ellos un oficio que nos entrega un pasaporte que derriba las fronteras.
Si no te gusta mi opinión, no me sigas. Si te incomoda que hable sobre tu país, no me escuches. Pero no me pidas que cierre la boca cuando vea a un régimen criminal acabar con un país y a una oposición inútil. Opino, sí. Y no vas a poder callarme.
A quienes agradecen nuestra labor –una aplastante mayoría–, mi aprecio eterno.