Algunos de mis columnistas favoritos utilizan ocasionalmente sus espacios de opinión para hablar de experiencias en apariencia irrelevantes. Por algún motivo, esas vivencias personales son dignas de ser inmortalizadas en los textos que cada semana se sientan a redactar.
Hoy he querido dedicar este espacio un tema que para mí ha resultado fascinante en este último año de intensa actividad periodística.
La historia de este capítulo con Venezuela comenzó el 25 de diciembre del año pasado cuando, como regalo de Navidad, me di un viaje a Caracas sin imaginar que ese vuelo cambiaría mi vida.
Llegué solo, sin cámaras, micrófonos o computadoras, con el único objetivo de ver y vivir lo mismo que todos (hasta un asalto me tocó).
Varias semanas después, cuando me fui exhausto y deshecho anímicamente solo un pensamiento cruzaba por mi cabeza: “no puedo olvidarme de esta gente”.
Comenzaron meses de un trajín inaudito.
Viajé a Cúcuta para el 23 de febrero convencido de que viviría la liberación de un país que no era el mío. Todo lo pagué yo con mis ahorros. No tenía un medio para publicar. Mi voz era irrelevante. Comencé un podcast llamado “No soy Clark” y tímidamente empecé a explorar la crisis con ayuda de experimentados colegas.
Mi fanatismo por Juan Guaidó fue decayendo conforme pasaban las semanas hasta que un buen día tuve que romper la barrera del periodismo informativo y empezar a ejercer el periodismo de opinión (con todo lo que esto conlleva).
De repente, sin esperarlo, mi voz empezó a notarse. PanAm Post me dio la oportunidad de publicar mi opinión sin censura y Patricia Poleo me invitó a su programa como entrevistado. Las reacciones del público fueron sorprendentes.
Comenzaron a tejerse redes profesionales pero, sobre todo, redes humanas. Redes que habrían sido impensables en el siglo pasado, cuando los contactos internacionales tomaban semanas por el correo postal.
De repente empecé a ser llamado “esbirro”, “tarifado”, “mariacorino”, “divisionista”, “chavista”, “escuálido”, “pajúo”, “imbécil” o “pasquín”, entre otros. Sin siquiera entender de qué se trataba, empecé a ser encasillado en un extraño grupo al que los fanáticos de Juan Guaidó llaman el “G2 cubano”.
En ese grupo ficticio encontré a personas como Nitu Pérez Osuna, Daniel Lara Farías, Nehomar Hernández, Germania Rodríguez Poleo, Eduardo Flores, Emmanuel Rincón, Esteban Hernández, Claudia Macero y muchos otros colegas venezolanos que han tenido paciencia para explicarle a este extranjero la tragedia que sufren en carne propia ellos y sus familias.
Recientemente tuve la oportunidad de conocer a Orlando Avendaño en Medellín. Si bien era la primera vez que nos veíamos en persona, las conversaciones fluyeron con la naturalidad de siempre. Somos amigos hace meses. Es mi jefe. Se ha construido una relación de confianza por medio de WhatsApp y verse en persona tal vez no era necesario, pero fue sumamente grato.
Ahora trabajo en el canal de Patricia Poleo, a quien nunca he visto en persona pero que tuvo la deferencia de confiarme los domingos para informar a la sólida audiencia de Factores de poder sin censura y de forma distendida. Lo agradezco.
Una cosa puedo decir de estas personas a quienes he conocido en ese “G2” del que tanto hablan: aún con sus matices y estilos particulares, todos están comprometidos con la verdad. Todos estamos prestos a señalar todo aquello que pueda parecer opaco en un país que clama desesperado por un poco de luz.