Para regocijo de algunos y desdicha de otros existe una realidad inamovible: el presidente encargado de Venezuela llegó al poder de forma casi accidental, pero lo hizo gracias a un plan cuidadosamente trazado por un hombre que hoy es blanco del escepticismo.
Para quienes están en Venezuela con acceso limitado a prensa internacional desde hace años, resultará difícil entender por qué figuras como Leopoldo López, María Corina Machado y, en su momento, Henrique Capriles han sido colocados en el ojo público cual superhéroes de Marvel.
Si usted sale y habla con alguien no muy empapado de la realidad venezolana, esa persona probablemente siga pensando que Capriles Radonski es un redentor perseguido, porque hay imágenes que afuera de Venezuela parecen haberse congelado en el tiempo.
Es por eso que para muchos resulta impensable que Leopoldo López, el Hércules de Caracas, se haya desvirtuado, como aseguran muchas corrientes de opinión suscitadas tras el fracaso del 30 de abril.
A lo largo de estas semanas yo mismo me he dedicado a preguntar qué ha pasado con Leopoldo. Reservando mis opiniones pero escuchando atentamente a otros colegas y políticos venezolanos. Por supuesto, quienes quieren hablar conmigo lo hacen de forma crítica y abierta.
Preguntas, tengo muchas. De hecho, tengo un amplio cuestionario elaborado para el día en que pueda entrevistar a Leopoldo. Preguntas contundentes, difíciles y desafiantes. Porque sé que ese debe ser mi papel ante cualquier personaje que ostente una cuota de poder.
Pero sin haber escuchado su versión de los hechos, me resulta difícil establecer un criterio en torno a su figura. Por eso mi crítica ha ido siempre dirigida a Guaidó y no a López.
Es complicado para la opinión pública internacional pensar que ese hombre convertido en símbolo de persecución y lucha por la justicia, de repente se haya convertido en un esbirro de los colaboracionistas. Que haya pactado con delincuentes y narcotraficantes para permitir la cohabitación con un régimen criminal, como rezan las voces más críticas hacia su rol en este proceso.
¿Esto fue así? Tengo que escucharlo. Tengo que preguntárselo.
Todavía recuerdo que el momento de mayor gloria del presidente encargado —comprendido entre el 23 de enero y el 22 de febrero— fue resultado de una estrategia cuidadosamente diseñada para posicionarlo como una figura redentora e inmaculada.
En aquellos días, existía la noción de que Guaidó era un títere de López, pero eso generaba cierta tranquilidad. A partir del 23 de febrero, esa historia cambió y el 30 de abril todo se fue por la borda.
Yo me pregunto: ¿qué habría pasado el 30 de abril por la mañana si Leopoldo no hubiese estado al lado de Guaidó? ¿Los que habían empeñado su palabra habrían cumplido? No lo sé. No creo que esos engendros tuvieran palabra. Pero el meollo de este asunto va más allá de la lealtad de Padrino o Moreno —cuyas existencias no son más que un lastre para el país—. Ese día nació una pregunta: “¿Cuál Venezuela quieren los políticos y cuál quiere el pueblo?”.
Hoy las voces que piden a Guaidó desmarcarse de los líderes que lo han guiado en este proceso, son numerosas. Una buena parte del pueblo le pide un viraje: que abandone la ruta actual y acoja lo que le proponen Machado, Ledezma y Arria.
Sin embargo, para Juan Guaidó esa nunca ha sido una opción. Antes que correr el riesgo de sentirse solo, permanecerá al lado de quien le ha dado el peso histórico que tiene actualmente.
Para regocijo de algunos y desdicha de otros, aquí hay una realidad que parece inamovible: a Guaidó nadie lo moverá del lado de Leopoldo.