A punta de golpes he aprendido que mis tiempos nunca son perfectos. Mi madre me lo ha dicho hasta el cansancio, pero fue hace poco que me vi en la necesidad de alzar mi mirada al cielo y decir: “Señor, ya entendí. Las cosas no van a pasar en mis tiempos, sino en los tuyos”. He de reconocer que desde entonces vivo con más paz.
No obstante, las lecciones que aprendí en mi vida privada (monótona por momentos y fascinante en tantas otras ocasiones) no logro aplicarlas al conflicto en Venezuela.
Creer, tener fe en el mundo de hoy no ha sido nunca cosa fácil. Si para tantos es difícil creer en Dios ¿cuánto más lo será creer en los políticos?
Si la fe es la “certeza de lo que se espera y la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1), nos damos cuenta de que Guaidó se ha creído su papel de mesías de La Guaira, y ahora pide de su feligresía una confianza que en enero era absoluta y en julio se desdibuja ante la mirada indecente de Satanás (Maduro).
En la vida y en la historia venezolana, cuando las pruebas son más duras, las crisis de fe se instalan en el corazón. Ahí se quedan haciendo un nido de desesperanza hasta que un milagro nos hace ver la luz y volver a ese redil del que tantas veces escapamos.
¿Qué está haciendo Guaidó? Nos cuestionamos casi todos. Cuando le preguntan si él cree en la buena fe del régimen en las negociaciones, responde que no. ¿Entonces de qué se trata esta movida?
Tal vez se trata de un acto de fe también. Guaidó ha decidido tener “certeza en lo que se espera y convicción en lo que no se ve”. No obstante, me temo que la fe del mandatario se verá defraudada.
Según Jaime Bayly, el presidente constitucional se ha graduado en un máster de “pérdida de tiempo profesional”. Según María Corina, Guaidó y Leopoldo se han “desviado” del camino originalmente trazado.
¿Esto es así? La historia lo dirá. Por ahora nos toca asistir al espectáculo de un presidente encargado que nos dice entre líneas: “Tranquilos, mis tiempos son como los de Dios, perfectos”.
Ojalá algún día me encuentre a Guaidó por la calle y me diga: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?”. (Mateo 14, 31).