Conocimiento
La peste bubónica, la tuberculosis, la gripe, el sarampión, la viruela y el cólera han sido epidemias que sometieron y moldearon la historia humana.
Hoy irrumpe una pandemia con impacto global y enigmática naturaleza que desafía las epidemias que la antecedieron. Comenzó en un tiempo en el que la humanidad supuso que había conquistado todas las principales enfermedades infecciosas. El coronavirus no ha respetado fronteras, idioma ni posición económica. Incluso el poder no le ha podido jugar de frente.
Como todo nuevo agente infeccioso ha generado asombro y pánico debido a la incertidumbre acerca de cómo se propaga, pese a ello, en esta, como en ocasiones anteriores, nuestro principal antídoto fue y será el conocimiento, la “técnica”. Ortega y Gasset la definió como “la reacción enérgica contra la naturaleza”, como la “reforma de la naturaleza”. El hombre merced a su don técnico, decía el pensador, crea una nueva “circunstancia”, una más favorable, y esa reacción contra su entorno, ese no resignarse, no es más que un raro y obstinado empeño que el hombre tiene por vivir, por perdurar y alcanzar su bienestar. Por tanto: “hombre, técnica y bienestar son, en última instancia, sinónimos”.
Y tan ciertas y perdurables son las palabras del filósofo y ensayista español, que basta con observar nuestra historia y constatar cómo el hombre ha reformado una y otra vez la naturaleza en vista de la satisfacción de su primera necesidad: la salud.
Fue gracias al inglés William Harvey que se entendió que la sangre desempeñaba un primerísimo papel en la fisiología. En 1628 sus observaciones se plasmaban en el gran clásico El movimiento del corazón y la sangre. Y más adelante, en 1646, Athanasius Kircher se anticipaba a la teoría de los gérmenes causantes de las enfermedades.
Y qué decir de Paracelso que mucho antes, en su obra Alchemia (1597) reconoció que el opio aliviaba el dolor y que la extracción del carbón en las minas provocaba enfermedades pulmonares; o del padre de la microbiología, Luis Pasteur, quién revolucionó al mundo con idea de la vacunación. Sí, gracias a la emergencia de los antibióticos pronto se pudo prevenir un amplio número de enfermedades que proliferaban en las ciudades: cólera, tuberculosis, difteria.
En el siglo pasado tampoco fueron menores las hazañas en la medicina: Max Thiler en 1951 fue galardonado con el premio Nobel en Fisiología por desarrollar una vacuna contra la fiebre amarilla, y en 1983, Luc Montagnier y Francoise Barré lograron aislar el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH), lo que les significó, en 2008, recibir el premio Nobel de Medicina, galardón que fue compartido con Harald zur Housen por el aislamiento de diferentes tipos de virus del papiloma humano que causaron más del 70% de todos los cánceres cervicales.
Es tarea enciclopédica revisar los hallazgos de personas que gracias a su sacrificio personal han hecho posible que disfrutemos del mundo en el que nos toca vivir -o pervivir, si se quiere-.
El fabuloso crecimiento de actos de resultados técnicos que componen la vida actual no hace sino poner de manifiesto un fondo verdadero e innegable: “que las grandes teorías de la ciencia han significado todas una nueva conquista de lo desconocido, un nuevo éxito en la predicción de fenómenos en los que nunca se había pensado antes”, Popper dixit, y que, hoy día, necesitamos revivir esta clase de éxitos, porque la ciencia nunca hubiese avanzado en la medida que lo ha hecho, si cuantos aportaron a su progreso no hubiesen puesto en sus ideas, la pasión que encendiera la fe en el futuro de sus investigaciones.
Solidaridad
En una crisis lo peor de una sociedad sale a la luz: egoísmo, irresponsabilidad, oportunismo político. Pero también cosas dignas de admiración. En La peste, Albert Camus desnuda esta bipolaridad, prefiriendo poner el acento sobre lo mejor del ser humano: la solidaridad como una “reacción enérgica” contra un dolor que no puede ser explicado racionalmente, pero sí combatido con un compromiso colectivo de “amor al prójimo”, en clave cristiana. Pero esta solidaridad debe ser “práctica”, una, que al decir de Kant, nazca de nuestra propia voluntad y frecuentemente contraria a nuestras inclinaciones, antes que una “patológica”, asentada en el sentimiento. Esto es, una acción que se ejecute por deber, por puro respeto a la ley y al orden.
En el ideal ético confuciano esta lección se encuentra en el “yi” y su aplicación práctica en la obligación de no convertirnos en “peste” para los demás respetando los protocolos de distanciamiento social y bioseguridad que exige la ley pues “un organismo social de cualquier orden, simple o complejo, debe su vida a la confianza mutua de cada uno de sus miembros” (James); dicho de otra forma: a la seguridad de cada quien haga lo que debe hacer.
Por tanto, y de nuevo con Popper: “El poder de las ideas y especialmente de las ideas morales y religiosas es al menos tan importante como el de los recursos físicos”.
Observación y razonada repitencia
“La realidad supera a la legalidad”: eso es innegable. Mientras que la sociedad se agita por alcanzar la libertad, en Ecuador, leyes caducas someten a la sociedad a un despotismo indirecto en donde el Estado domina el porvenir y menosprecia las capacidades de los individuos para tomar sus propias decisiones o alcanzar acuerdos convenientes.
La realidad ha superado a la legalidad porque el planificador ha sido infalible y porque gobernar, al final del día, ha significado “esparcir la moralidad, la instrucción y el bienestar”. Nunca se entendió que la libertad es “el ejercicio en ausencia de interferencias ajenas, de todas las facultades que no perjudiquen los iguales derechos de los demás” según Bastiat, ni tampoco que la Constitución de Montecristi se diseñó para que nuestros derechos individuales sean propiedad de políticos y caudillos.
Las “circunstancias” de hoy van en contravía de nuestros intereses. Nos han desafiado y exigen respuestas rápidas y objetivas. ¿Cómo se puede proponer que el Banco Central otorgue liquidez inmediata al Estado? ¿Un banco que no cubre los depósitos del encaje bancario, qué crédito puede otorgar? Una ley debe ser razonable, pero antes de eso, razonada, es decir, válida para todo ser con facultad de pensar. ¿Por qué mejor no considerar la flexibilización de las relaciones laborales para sostener el aparato productivo y con él, la conservación del empleo?
El Fondo Monetario Internacional ha indicado que la actividad económica de Ecuador se contraerá en un 6,3% y todos los medios de prensa del mundo destacan en sus titulares el desplome histórico de los precios del petróleo. Y mientras observamos que no pocos son los países que dirigen sus políticas hacia la flexibilización del pago de deudas tributarias, seguros de desempleo, ampliación del plazo para el pago de multas o líneas de crédito con condiciones manejables para mantener cadenas de pagos, en Ecuador se pretende crear más impuestos, incluso de carácter anticonstitucional, porque el principio de irretroactividad es uno de los que encauza el régimen tributario.
Esta no pretende ser una apología de la indiferencia o de un “dogma”, ni tampoco una crítica fácil, pero sí una forma realista de resistencia contra nuestra nueva circunstancia. El panorama no es alentador para nadie, pero puede ser una oportunidad que no requiere de alquimia, sino, únicamente, de observación y razonable repitencia.