Hablando ampliamente, nuestro arsenal intelectual de estrategias político-económicas para aliviar la pobreza contiene dos ideas contrapuestas: redistribución de ingresos, y crecimiento de economía de libre mercado. La primera depende de la fuerza compulsiva del gobierno; la segunda de las libertades individuales. Como ciudadanos, nuestra tarea es seleccionar la idea menos defectuosa de este conjunto de alternativas imperfectas. Mirémoslo analíticamente con más detalle.
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En nuestra sociedad existen millones de personas que tienen sobrados recursos para cubrir sus necesidades. Conviven con otros millones que no tienen dinero suficiente ni para sus necesidades más básicas. Es tentador argumentar que podríamos maximizar la felicidad, en términos económicos, redistribuyendo recursos de los ricos hacia los pobres.
Las virtudes de esta idea de la redistribución provienen de un concepto económico caprichosamente llamado “disminución de utilidad marginal de riqueza”. Con él, los economistas señalan que cada dólar adicional que ganamos nos trae menos felicidad que el dólar anterior. Porque destinamos nuestros recursos a satisfacer las necesidades más urgentes primero, las más altamente valoradas.
Por ejemplo, un pobre vagabundo se beneficiaría grandemente con $100 para comprar alimentos y cubrir necesidades básicas. Pero la misma suma no crearía mucha felicidad adicional a un millonario. Entonces, de acuerdo al argumento de la redistribución, transferir riqueza de alguien abundantemente rico a alguien pobre incrementaría la felicidad general de la sociedad, y este sería el comportamiento moral que los gobiernos deberían mantener.
Sin embargo, el principio de “disminución de utilidad marginal de riqueza” en el que se basa el argumento redistributivo no está limitado geográficamente. Es universal. O sea, hay personas en todo el planeta mucho más pobres que incluso los más pobres de Estados Unidos.
Entonces, el principio de “disminución de utilidad marginal de riqueza” nos llevaría a priorizar políticas que aliviaran la pobreza global -no solamente la doméstica- redistribuyendo recursos de nuestros pobres hacia los más pobres del mundo. Después de todo, la utilidad marginal de $100 para alguien en la empobrecida África puede ser mucho mayor que para alguien en nuestras ciudades más pobres.
Además, la estrategia de redistribución de ingresos tiene un defecto más pernicioso aun. La redistribución no solamente transfiere recursos de una persona a otra; también reduce la suma total de recursos disponibles en la sociedad en general. De nuevo, este efecto se origina en el principio de la “disminución de utilidad marginal de riqueza”.
Veámoslo así: el dinero puede utilizarse para consumir o invertir; a saber, producir. Para el rico, dado que sus necesidades básicas de consumo ya están satisfechas, producir resulta una utilización del dinero más fructífera que consumir. Al crecer el ingreso, la disminución de utilidad marginal del consumo conduce a destinar más recursos a producir: invertir es más provechoso que consumir.
Pero las políticas redistributivas reducen los incentivos para producir. Si realmente nos preocupa la felicidad social, debemos fomentar la producción y el crecimiento. Políticas que reducen inversión a favor del consumo a corto plazo desaceleran el crecimiento económico e incrementan la pobreza.
Los mercados libres esconden poderosos mecanismos de reducción de pobreza, y subestimamos el poder del crecimiento económico como estrategia para reducirla. El economista y filósofo político Tyler Cowen nos recuerda que: “Si un país crece al 5% anual necesita 80 años para pasar de un ingreso per cápita de $500 a uno de $25,000. Creciendo al 1%, el mismo incremento requiere 393 años.
Además, una de las grandes virtudes del libre mercado es que promueve felicidad social y reducción de la pobreza sin intentarlo. Como señaló Adam Smith: “No esperamos nuestra cena de la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero, sino de la preocupación de ellos por sus propios intereses”.
Los mercados tienen fallas, y podríamos considerarlos una estrategia inadecuada de reducción de la pobreza si existieran alternativas factibles que lograran mejores resultados. Pero no las hay. Redistribuir contribuye necesariamente a desacelerar los ritmos de crecimiento, y deberíamos entender los daños que ese subproducto de la redistribución de ingresos causa a los pobres.