El coronavirus o COVID-19, un enemigo invisible que muy probablemente no es de procedencia natural sino fabricado, nos ha obligado a tener que actuar en un contexto de total inseguridad global, develando nuestro horizonte de ignorancia con respecto al conocimiento del mundo que habitamos y que compartimos. En efecto, hasta ahora y en el contexto de una amenazante inseguridad, solo teníamos la experiencia inmediata de tener que actuar pero siempre a un nivel local, nunca de manera simultánea y a escala mundial o global, como ocurre hoy.
Es evidente que este reto planteado por el coronavirus ha puesto en apuros la capacidad de peritaje de todos los expertos que, de ese modo, se han visto completamente desbordados por esta pandemia en sus diagnósticos y predicciones con la modesta aspiración, no ya de controlarla, sino tan solo de poder soportar y sobrellevar lo mejor posible su letal embestida.
Hablamos de una pandemia que por cuenta de las redes mediáticas, ha anidado en la cabeza de cada uno generando un masivo temor mundial a un peligro que, de momento, solo es abordable por cuenta del distanciamiento social y del confinamiento en casa de toda la ciudadanía, a falta de una vacuna que le enseñe al cuerpo a defenderse del letal virus que lo invade.
Un confinamiento o reclusión forzada e involuntaria de los ciudadanos en sus hogares que, valga decir, en esencia es completamente diferente de aquel espontáneo y deliberado aislamiento individualista señalado por Tocqueville en su insigne libro La democracia en América, cuando denunciaba la malsana tendencia patológica del hombre democrático de querer encerrarse con los suyos en su acotado y privado espacio de confort, apartándose así de la plaza pública, con la fatal consecuencia de hundir la esfera política y hacer que la vida democrática que hemos de llevar en la polis sea inviable.
Sin duda, la pandemia creada por el coronavirus o este enemigo invisible que nos amenaza ha puesto al descubierto que vivimos en un mundo completamente secuestrado y allanado por los riesgos masivos. En efecto, es irrebatible que vivimos en sociedades donde, de manera indistinta e inesperada, el riesgo se ha democratizado afectando a personas y a grupos que, hasta hoy, se habían mantenido siempre dentro de unas estables y seguras condiciones de vida.
En este sentido, el COVID-19 ha vuelto vulnerables las fronteras que garantizaban seguridad a sectores económicamente poderosos. No olvidemos que el alcance y los efectos de los riesgos que antaño amenazaban a la sociedad, eran siempre mayores para aquellos sectores de la población que partían de condiciones más precarias o frágiles. Es innegable que todo esto ha cambiado con la crisis del coronavirus.
Lo que esto significa es que, en este mundo de riesgo en el que vivimos, nuestra vida ha pasado a estar condicionada por una incontrolada inseguridad que inunda lo social, lo político y lo económico, desestructurando sus áreas vitales. Es evidente que con esta pandemia ya no hay fronteras que protejan a ningún sector social del riesgo severo de perder la vida por cuenta de un virus de por sí invisible.
¿Acaso la pandemia del coronavirus representa un sacudón político, moral y económico a nivel mundial? ¿Es de hecho un seísmo que nos hará desembocar en un mundo diferente al de las últimas décadas? Sin duda. Y lo será porque, más allá de la debacle económica que ha creado -por demás subsanable en el tiempo-, un tópico sobre el que se ceban los analistas en su empeño por resolverla, la crisis del coronavirus seguramente nos hará desembocar en un escenario mundial que obligue a los distintos países, comunidades, gobiernos y organismos de competencia internacional, a replantearse sus principios de acción, su tabla de valores y un sistema de vida que hasta ahora gravitaba en torno al factor económico como eje que condicionaba el ámbito de lo social y lo político.
En efecto, la crisis sanitaria provocada por este enemigo invisible ha desorganizado completamente nuestra forma de estar en el mundo, nuestras existencias y nuestras conciencias. Prácticamente, a esta hora, no hay ningún área de la vida social del planeta que no esté desestabilizada, en crisis y que no acuse la falta de coordenadas estructuradoras. Podría afirmarse, así, que la crisis planetaria del covid-19 ha hecho estallar todos los sistemas locales e internacionales de referencia lo que ha traído, en consecuencia, una gran desorientación, temor e incertidumbre en los individuos y en la sociedad, sin precedentes en nuestra historia.
Así pues, el sacudón de esta crisis del coronavirus es de tal envergadura que ha puesto al descubierto aquello que, desde el mundo griego hasta el comienzo del siglo XX, fue siempre considerado como irrevocable, a saber: nuestra índole moral y política o la natural condición de ser un zoon politikón, como afirmará contundentemente el maestro de Estagira, Aristóteles.
Aunque en el siglo XX, de manera distorsionada, se haya arraigado y afianzado la imagen estereotipada de un homo economicus sumamente individualista y mezquino y entregado al “todo vale”, un personaje que no repara en su condición moral ni en los significados e ideales de altura que consolidan al mundo; no es nada trivial, aquí y ahora, reafirmar a contracorriente, una y otra vez, el carácter esencialmente político y moral de las personas, a objeto de fortalecer la dignidad que han de tener como ciudadanos de una polis, y como la mayor y mejor garantía que en estos momentos tenemos para mantener la continuidad de este mundo que nos acoge.
Se mire como se mire, esta condición moral y política de las personas se ha puesto de manifiesto en estos días en el mundo entero, por cuenta de un sinnúmero de iniciativas solidarias y cooperativas provenientes de la sociedad civil organizada –fabricación gratuita de mascarillas y respiradores, reparto gratuito de alimentos y medicinas, auxilio al colectivo más vulnerable de la tercera edad, alojamiento gratuito al personal sanitario, donaciones artísticas, y muchas más- por cuenta de ciudadanos que, en su tabla de valores, consideran a los demás como otros “yo” a los que cabe atender en estos momentos tan críticos. Personas que nos rodean y a las que accedemos no solamente mediante el ejercicio de la razón, sino también por cuenta de las pautas de comportamiento moral y ético que prescribe la sympatheia o sensibilidad hacia los demás, como la mejor expresión moral de nuestra condición de ciudadanos y como la consecuencia más inmediata de esa paideia o ese saber ser y saber hacer que identifica quienes somos y que somos en nuestra polis.
A tenor de lo precedente, bien podemos decir que el sacudón político y moral del coronavirus de repente ha develado la cara solidaria del ser humano, así como un patrón de relación altruista y desinteresado con los demás basado en el objeto gratuitamente dado por el que, de manera generosa y unánime, se ha decantado la gente en estos días. Hablamos de una crisis que, mas allá de amenazar la vida de las personas y del ser humano a nivel planetario, ha puesto al descubierto la contraposición que existe entre salud colectiva -como estandarte representativo del Estado del bienestar y del bien común- e intereses económicos y corporativos -como principio axial que alienta y que rige al mundo económico- poniendo en claro que, en estos momentos de apremio, lo que realmente importa para la humanidad no es la economía de las empresas, sino la vida y la salud de la gente.
Por tanto, si algo ha puesto al descubierto la impactante amenaza de este enemigo invisible del coronavirus es la incompatibilidad entre salud colectiva e intereses económicos privados y corporativos, a la hora de definir cual es el papel del Estado y el Gobierno en la formulación de las políticas publicas dentro de un Estado de derecho social y democrático que ha de velar por la supervivencia del mundo y de la ciudadanía dentro de él.
Desde luego, decantarse por los intereses económicos antes que por la salud de sus ciudadanos es todo un disparate moral y político llevado a término por cualquier Estado y Gobierno, que desdice de su carácter esencialmente social y político. Sin alergias que valgan, el Estado y el Gobierno, en estas circunstancias de excepción y por no ser instrumentos de ningún sector económico en particular, tienen el deber de salvaguardar las vidas de sus ciudadanos más allá de las exigencias utilitaristas que demanda la gestión económica y financiera, y más allá de los infundados temores reactivos de ciertos intelectuales de izquierda a una regresión totalitaria.
No olvidemos ahora que el poder está en manos de la gente siempre y cuando actúe de manera concertada en lo publico, y que, en ultima instancia, cuando toda esta pandemia pase, la gente muy probablemente volverá a inundar las calles y las plazas de su polis de referencia, haciendo valer la libertad, los derechos y la democracia de acuerdo con su natural condición política.
Así pues, la crisis del coronavirus ha puesto al descubierto que nunca antes había sido tan frágil, tan confusa y tan patética la comprensión del conjunto social por parte de los organismos internacionales y las instituciones de la economía, como ahora; a excepción, claro está, de la sociedad civil y el colectivo de los sanitarios que han mostrado ser los sectores mas activos que, en condiciones tan adversas como estas, han sabido dar las respuestas más eficaces a esta lucha contra el letal virus, por delante de los ralentizados partidos, Iglesia y de un liderazgo tradicional vinculado a poderosos sectores económicos y financieros.
Por descontado que el mundo será muy distinto después del coronavirus. Y lo será porque en el transcurso de esta lucha habremos retomado el tronco común de los principios y los valores universales que extraviamos tras las dos guerras mundiales, y con él un nuevo concepto de humanidad, menos filosófico y religioso si se quiere, pero en cambio más cosmopolita con arreglo al mundo global que hoy vivimos.
Sin duda, la debacle del coronavirus no solo traerá cambios estructurales a nivel mundial con modos de comportamiento más éticos y solidarios por parte de los agentes sociales, con normas universales, objetivos comunes y concertaciones de los ciudadanos allende las fronteras, es decir, conductas y esquemas de pensamientos que cuidarán mejor el mundo y, dentro de él, la vida de las personas; sino, al caso, lo más importante: la conciencia por parte de todos de que se trata de nuevas formas de ver, de vivir y de pensar nuestra vida en el planeta.
Desde estas premisas mas ilustradas que las que el coronavirus va dejando atrás, perfectamente se podrán acometer a futuro cambios indispensables e imprescindibles en lo social que permitirán armonizar la felicidad individual con el bienestar general, logrando así más coherencia entre ethos y pathos y, por tanto, más cohesión social.
No olvidemos ahora que, más allá de la debacle en desarrollo que por doquier está dejando este enemigo invisible, en todos los países hoy se está imponiendo una concepción más cosmopolita del mundo y de la vida, que reorganizará de arriba abajo el sentido y el funcionamiento de las sociedades del planeta sobre la base de una concepción y una visión del mundo más universal.
En muchos sentidos es cierto que el coronavirus también ha introducido, de modo irreversible, el germen de la universalidad como referente interpretativo de la realidad mundo. Universalidad que ha hecho que el ideal de ciudadanía adquiera hoy un protagonismo inusitado, entendido no solo como la disposición por parte del individuo de actuar de determinada manera sino, también, como cualquier ser humano, la disposición de llegar a sentir de determinada manera como ventajosamente promueve la ética. Hablamos de actuar y de sentir como un ciudadano cosmopolita desde la perspectiva de una visión universal que la política y el mundo exige de nosotros, si queremos conservarlo en el tiempo y mantenernos con vida dentro de él.
Es indudable que esta ciudadanía cosmopolita como expresión de una perspectiva universal de la política y como un modo de ser y estar en el mundo que tiene que ver con los demás, es la condición que posibilita la conformación de un mundo más seguro y de una humanidad mas sana. Sobre este fondo podemos decir que, pese a la devastación que ha provocado el coronavirus, nada podrá detener en la chose publique o esfera pública la proyección y consolidación del imaginario de un ciudadano cosmopolita, cuyo protagonismo nos brindará la satisfacción de experimentar con los demás una convivencia más sana y más segura en la plaza pública, en un mundo irremplazable que es uno, y dentro de una humanidad convivencial que es única.