Por catastróficos que hayan sido los acontecimientos que el chavismo-madurismo trajo consigo, no deberían sorprendernos si consideramos las advertencias que, desde la antigüedad griega hasta nuestros días, han hecho pensadores de la humanidad acerca de lo que ocurre cuando una sociedad olvida completamente los principios axiomáticos que sustentan al mundo público y político, perdiendo, así, su libertad.
Desde esta perspectiva y ante la avalancha de catástrofes que el torrente devastador del chavismo-madurismo ha traído a Venezuela, bien podríamos ahora recurrir a estos autores de la filosofía política para que, en el ámbito de un coloquio imaginario que discurra entre juicios y opiniones, nos señalen aquellos principios cuya inobservancia nos trajo hasta aquí.
Así pues, el primero en tomar la palabra en este coloquio sería Sócrates, el verdadero creador del pensamiento occidental. Lo haría para recordarnos que, desde los griegos y su concepción de la paideia como el arte de saber ser y saber hacer dentro de la polis, ya es harto conocido que la conversación es la concreción de la comunicación y que los logros del mundo político dependen siempre de la capacidad que para la comunicación muestren los ciudadanos a través de sus diarias conversaciones en la plaza pública.
De ese modo, el maestro nos recuerda también que nuestra condición de existencia en lo público es la pluralidad ya que, el hombre, antes que nada, es un ser pensante cuyos pensamientos se manifiestan bajo la forma de opiniones y juicios propios en la esfera pública. Pluralidad que también se verifica dentro de cada quien por el hecho cierto de que, si bien somos uno de cara a los demás, internamente estamos conformados por una doble dimensión; es decir, un dos en uno que integra un yo y un mí mismo, que deben vivir con el gozo de ser amigos, donde yo soy quien pregunta y yo soy quien responde a la vez.
De manera que, para este maestro del sarcasmo y la ironía y gran aficionado a la plaza del mercado, la actividad del pensar supone un potencial de primer orden desde el punto de vista político ya que, de hecho, permite que nos interroguemos constantemente acerca del sentido y el significado de todo cuanto existe y acontece en nuestra vida pública y política.
En efecto, para Sócrates, gran demoledor de la moral convencional, fundador de la disidencia y la desobediencia civil al extremo de ser ejecutado por ello, cuando “un vendaval de pensamiento se levanta y sopla” arrasa con todo en la polis promoviendo desordenes por doquier. Sin duda, tiene razón Sócrates cuando afirma y nos recuerda que no existen pensamientos peligrosos, sino que el mismo pensar es ya una actividad peligrosa; sobre todo para aquellos regímenes de dominación total que, como este que hoy nos asfixia, aspiran arrinconar y liquidar la acción y la libertad de los ciudadanos.
Ahora bien, esta apuesta por el pensar como una actividad que, al garantizar la autonomía moral y política de cada quien como ciudadano, dignifica al mundo político, da pie para que en este coloquio de amigos opine la persona que, sin duda, mayores intentos ha hecho en este mundo por querer llevar la moral al escenario político, aunque como político haya sido un verdadero fracaso: Platón.
En efecto, a decir por este gran pensador ateniense fundador de la Academia a objeto de que en ella se estudiasen las ideas políticas más esenciales, en esta vida el hombre solo logra su emancipación moral y su liberación política a partir de la ilustración y esclarecimiento de las ideas que obtiene, obviamente, fuera de la caverna. Y lo logra al poder zafarse de las cadenas que lo sujetan a la pared de la cueva, y al huir de la oscuridad que lo obnubila y que lo condena al ciego conformismo, a las convencionalidades, a las creencias gregarias y a las normas irreflexivamente aceptadas que normalmente suscribe en este mundo la hoi polloi o la mayoría.
En efecto, la caverna expuesta al final de La República, su gran obra, es la figura ejemplar de uno de los mitos de Platón en el que se resume su teoría política y moral. A días de hoy, aún suele utilizarse para apuntalar la importancia que tiene la idea del Bien -en lenguaje platónico- en la metamorfosis de un individuo que busca trascender un “yo” replegado y atrapado en su limitada individualidad, su estricta cotidianeidad y sus vanos y superfluos apetitos materiales.
Así, y de acuerdo con esta interpretación del maestro Platón referida a la responsabilidad moral del individuo en lo público, será Aristóteles, su mejor discípulo, el que a mano alzada nos señale con bastante agudeza que en esta vida lo único que motiva la excelencia de la persona aportando sentido y significado a la convivencia democrática que se ha de llevar en la polis, lo proporciona el vivir conforme a las virtudes o cualidades ciudadanas que componen la figura del zoon politikón u hombre político que todos llevamos por dentro. En efecto, a decir por el estagirita Aristóteles la práctica y el ejercicio de unas virtudes ciudadanas solidarias y cooperativas representa la mejor garantía con que cuenta toda comunidad en la construcción de su mundo político. Sin duda, las virtudes públicas y ciudadanas son la clave de una vida democrática con sentido.
No obstante esto, y pese a los principios axiomáticos aportados por los tres pensadores más brillantes que tuvo el mundo griego, como sociedad tenemos el problema de las consecuencias negativas que ocurren cuando en una democracia concebida en la forma clásica de maximización de la libertad en provecho de todos, un gobierno despótico restringe y cercena dicha libertad y, por ende, toda participación ciudadana.
Sobre este fondo de despotismo, tenía que ser el gran amigo de juventud de Montaigne, el insigne Étienne de la Boétie, autor de la obra Discurso sobre la servidumbre voluntaria o el contra uno escrita probablemente en 1552 cuando solo tenia 22 años y que versa sobre el ciego deseo de obediencia que contagia a los hombres, el que, con gran pasión, tome la palabra para afirmar delante de todos lo siguiente: “Es extraordinario oír hablar de la valentía que la libertad pone en los corazones de aquellos hombres que la defienden” para persuadirnos, así, acerca del compromiso que como ciudadanos todos tenemos de defender la libertad en todo momento y lugar.
En estos términos podemos afirmar, sin duda, que todos aquellos tiranos que en este mundo pretenden destruir la libertad en una comunidad política saben de sobra que el coraje y la valentía de los ciudadanos son, de hecho, el mayor obstáculo que tienen para lograrlo y que, frente a ellos, el despotismo no tiene opción de imponerse bajo ninguna circunstancia.
Hablamos de un coraje y de una valentía que merman y se extinguen a medida que los ciudadanos dejan de pensar en la cosa pública y se repliegan en su acotado mundo privado para disfrutar de sus bienes materiales, dejando de lado, por supuesto, el cuidado de la libertad. Así, y como presagio de una catástrofe inigualada que devasta el mundo político, esta idea tan desconcertante y arrolladora, será planteada hoy en este encuentro imaginario entre amigos por el más preclaro pensador de la modernidad: Alexis de Tocqueville. Y lo hará consciente que del abandono de lo público a la tiranía, de hecho, hay solo un paso.
En efecto, Tocqueville tenía razón cuando arredraba que la igualdad democrática podía conducirnos rápidamente a la indiferencia, al descuido de lo público y al olvido de la libertad. Un olvido y un descuido cuyo efecto contraproducente más inmediato es que acelera el transito hacia la tiranía y el despotismo, como forma de dominación. Una lección que los venezolanos debimos haber aprendido si queríamos evitar caer en este pandemónium totalitario en el que hemos caído.
Cabe decir ahora que nadie como Tocqueville ha sabido poner al descubierto cuales son los riesgos que corren los hombres cuando fundamentan la democracia única y exclusivamente en la igualdad, el bienestar material y en la patología moral del individualismo –encierro en lo privado desinterés por lo público- dejando de lado el cultivo y el cuidado de la libertad y la dignidad de la persona. Un individualismo anómalo de los agentes sociales que, al fin y al cabo, no es más que un suicidio colectivo.
Así pues, el gran reproche que Tocqueville le hace a las sociedades democráticas que caen víctimas del despotismo porque descuidan la defensa de la libertad, esta referido al proceso de aburguesamiento en el que incurren y, por ende, a las nefastas consecuencias que se siguen, en el preciso momento en que los individuos abandonados a la pasión por lo material y desatendiendo lo público, se sumergen voluntariamente en la inmediatez y en la mediocridad de una atmósfera infrapolítica de rutinaria de vida cotidiana, que hace de la democracia un proyecto inviable.
Después de escuchar las advertencias de Tocqueville, es obvio pensar que si la sociedad venezolana y su cohorte de dirigentes políticos del último tercio del siglo pasado, hubiesen reparado en los principios esencialmente políticos que el insigne parisino esbozó en su gran obra La democracia en América, seguramente hoy no seríamos víctimas de este holocausto rojo en el que nos ha sumergido el chavismo-madurismo. Pero lamentablemente si algo es difícil en este mundo es, precisamente, luchar y tratar de vencer la ineptitud de una dirigencia política que, ciega a los principios axiomáticos de la ciencia política, se recrea y se satisface con su obtusa y peligrosa visión de la política: sin duda, el típico caso de cuando la ignorancia se vuelve docta, arrasando con todo.
Tras las sabias advertencias del mejor pensador y analista que la democracia ha tenido, esta vez será la irreverente Hannah Arendt quien tome la palabra para indicarnos que esta peligrosa masa despolitizada que emergió en pleno siglo XX, fue el soporte del peor de los regímenes de dominación que haya sufrido la humanidad: el totalitarismo. En efecto, con su afán de control total tanto de la vida pública como de la privada, el totalitarismo siempre se vale de dos armas que realmente son devastadoras: terror e ideología.
Así pues, desde los griegos, ningún régimen de dominación las había utilizado de manera conjunta para someter a una población indefensa, haciendo estallar todas sus categorías de pensamiento político, sus criterios de juicio moral y su sentido común o ese maravilloso órgano de uso democrático que la inteligencia colectiva hace servir para la construcción de un mundo civilizado. Con respecto a este punto Arendt nos dice que, con ello, el totalitarismo no hace otra cosa que aniquilar nuestra voluntad y capacidad de comprender la realidad, al precio del aislamiento y el manso sometimiento de la población.
Ahora bien, en esas difíciles circunstancias ¿qué podemos hacer? ¿cómo batallar frente al totalitarismo? Pues, como Arendt nos indica, ser capaces de orquestar poder actuando concertadamente en lo público, a objeto de frenar la violencia propia de un régimen totalitario hecho para la aniquilación de sus oponentes.
En efecto, por las graves consecuencias que ello acarrea, en política jamás podemos olvidar que los hombres aislados carecen de poder, y que la única sociedad que puede dominarse totalmente en este mundo es una sociedad despolitizada y atomizada que ya no puede orquestar poder o la capacidad de actuar concertadamente en lo público. Sin duda, una clara observancia acerca del alcance que en la esfera política tiene el poder ciudadano que, muy sabiamente, nos apunta Montesquieu -el último en tomar la palabra- en El espíritu de las Leyes, su gran obra, con su célebre e histórica frase “le pouvoir arrête le pouvoir” esto es: “solo el poder puede detener y contrarrestar (el abuso violento) del poder”.
En este sentido, y tal como argumenta Hannah Arendt autora de la insuperada obra Los orígenes del totalitarismo, defender la libertad con todo el poder del que son capaces los hombres cuando actúan de común acuerdo en lo público, incluso más allá de los bienes materiales y del marco legal que impone el régimen es, sin duda, la única proeza que en este mundo es capaz de derrotar en buena lid a la violencia que impone todo gobierno totalitario.
De manera que ante la tragedia política que nos ha traído el chavismo-madurismo con su totalitarismo caribeño del siglo XXI, tenemos que admitir que, al haber ignorado los principios axiomáticos –pensar, luces, virtudes y excelencia ciudadana, coraje y valor, libertad y poder- que desde la antigüedad griega han sustentado al mundo político, y no haber vislumbrado en su momento el progresivo vaciamiento de la libertad que ocurría en todos los niveles de la sociedad venezolana por cuenta de su creciente despolitización y atomización, cometimos, de hecho, el peor de los equívocos que se puede llegar a realizar como sociedad desde el punto de vista político. Grave inobservancia que finalmente ha permitido que se instaure en el país, lo que en este coloquio imaginario estos insignes pensadores de la vida política de la humanidad nos han advertido que ocurre, cada vez que la libertad no se defiende como se debe y con todos los recursos a mano: una tiranía, hoy, totalitaria.