La belleza es un asunto bastante importante en el desarrollo humano, la falta de ella tiene consecuencias, graves diría yo, en el presente y en generaciones venideras, afecta definitivamente la mente humana y la interpretación de la realidad cotidiana, la falta de belleza alrededor nuestro produce violencia y es espanto en sí misma. Pocas personas, por ejemplo, visitan lugares feos, o lugares en donde la belleza es insuficiente o inexistente, donde la fealdad se ha apoderado del paisaje cotidiano.
- Lea también: China recrudece la censura en internet sobre tres temas cruciales
- Lea también: Museo del Che: capitalismo salvaje y marketing de la muerte
Crecí en una ciudad antigua, española, de las más antiguas de América, de las primeras fundadas por el conquistador que llegó a las indias con occidente dentro de él. Una ciudad diseñada en un tablero de ajedrez, dividida en cuadrados cuyas calles albergaban todavía muchísimos palacetes virreinales, con portones majestuosos, viejos, firmes y decorados como las puertas de castillos medievales, patios y huertas que a menudo sorprendían con apariciones; fantasmas, duendes, santos y hasta el soldado perdido.
Construidos con barro, el aroma del material se percibía en el viento seco del desierto, mezclado con los olores de las buganvillas que caían de las paredes, y que de niño saltaba para alcanzar y arrancar una flor, para luego dejarla en un rincón. Las pocas veces que llovía en Moquegua, el aroma de barro húmedo cambiaba también la belleza de la ciudad. La belleza son además aromas. Moquegua, ciudad extremadamente bella, exquisita, ese valor que la modernidad ha aplastado hasta el punto que el mismo verbo es usado para denigrar, ser exquisito es para el progresismo equivalente a ser decadente.
Las pocas construcciones con arquitectura contemporánea eran complejos urbanos apiñados, diseñados con la ideología del utilitarismo y la igualdad, proyectos del estado urbanizador, abstractos, cubistas. El estado esmerado en construir cosas feas, introducía por la fuerza el mal gusto en una ciudad hermosa, Moquegua, aislada por el desierto, nos protegió hasta donde pudo de la fealdad, y forjó el sentido por apreciar y vivir en belleza.
Las revoluciones tienen siempre efectos negativos en la civilización y en la belleza. Los revolucionarios franceses, todos de la élite, cambiaron la seda por el algodón y cuando ganaron, impusieron sus códigos de vestimenta reaccionaria. La belleza, que tiene un proceso de formación largo de prueba y error, fue reemplazada, por la fuerza, por algo nuevo creado sobre la base ideológica de la revolución sangrienta, salvaje y anti católica. Con la cancelación de la belleza, años de guerra y terror cayeron sobre Francia y el resto del mundo, nada volvió a ser igual.
Kazimir Malevich, entre otros, fue el artista mimado de la Revolución Rusa que se encargó de imponer sus conceptos por todo el mundo, era el arte revolucionario. Malevich es la culminación de arte abstracto, la destrucción total de la objetividad y de la belleza natural, la revolución impuso sus formas geométricas como arte, sin importar la belleza. El Cuadrado Negro (Malevich), que es una pintura con un cuadrado negro, nada más, se convirtió en una obra maestra, impuesta por la ideología, y a los que osaban declararla como anti artístico eran acusados por falta de sensibilidad e ignorancia, algo similar a lo que sucede con la empatía en nuestros tiempos.
La Revolución Francesa y Rusa, trituradoras de carne humana fueron un fracaso, pero el fracaso nos dejó consecuencias. La arquitectura se transformó para siempre en todo el planeta, el cubismo abstracto de las pinturas se replicó en estructuras cuadradas, duras, agresivas y totalmente antiestéticas de las ciudades modernas, con inmensos cubos pendencieros cuyos moradores están obligados a vivir por trabajo, no por belleza.
Las ciudades en el mundo construidas sin la influencia de la Revolución Francesa, son las más bellas, evidencia existe por doquier, Moquegua, por ejemplo, o lo que queda de ella, agredida constantemente por la modernidad arquitectónica y el urbanismo estatal, que es el peor, el más maléfico y enemigo de la belleza. Aun ahora, caminar por sus calles angostas regocija, es que las cosas bellas nos llenan de esperanza. Uno siempre vuelve a los lugares bellos.