
El fin de semana pasado, una reconocida periodista colombiana sufrió de matoneo virtual por varios días, como resultado de unas opiniones que ella emitió en sus cuentas sociales.
Esta no es sino una nueva muestra de la crisis de credibilidad que el periodismo tradicional está enfrentando, no solo en Colombia, como resultado de, entre otras, el impacto que las redes sociales han tenido en la producción y recepción de información.
De un lado, la reacción cada vez más común de cuestionar la información que recibimos de parte de los medios de comunicación tradicionales es una buena noticia. La idea según la cual los individuos son entes pasivos que solo reciben la información y que, a partir de ella, forman sus opiniones, creencias y, por lo tanto, acciones y decisiones está siendo cuestionada.
Las redes sociales no solo permitieron que las personas dejaran de ser receptores para convertirse en creadores de contenido, incluido el relacionado con la transmisión e interpretación de los hechos de coyuntura.
Esto ha facilitado que los individuos dejaran de tener una posición acrítica. Al contrario, miles de personas cuestionan cada día más la información que reciben y, por lo tanto, también tienden a ser reactivos ante aquella información que no consideran veraz y/o adecuadamente interpretada.
Es evidente que esto no solo refleja un fenómeno unilateral de lo que antes eran meros receptores. También tiene que ver con criterios objetivos de la forma de hacer periodismo.
Primero, desde hace décadas (al menos desde los años 60), se comenzó a reconocer que los medios de comunicación no eran organizaciones neutrales cuyo objetivo era informar de manera neutral a sus usuarios. En este reconocimiento, se fue gestando un debate que hasta hoy no ha tenido resolución. Éste consiste en si los medios crean la forma como los receptores ven el mundo o si aquéllos simplemente, en su afán por generar ganancias y sobrevivir ante la competencia, solo transmiten lo que sus principales usuarios creen y esperan escuchar/leer/ver. Es decir, si los medios se limitan a decir lo que sus usuarios quieren escuchar.
Segundo, está el tema de la calidad de la información proporcionada. No solo los medios tradicionales no tienen ni la capacidad ni la disposición para dar información en la que hayan profundizada. Tratan tantos temas, de manera tan rápida, que suelen priorizar la información que se transmite y se sacrifica el análisis.
Tercero, está el papel de los periodistas. Al ser estos también usuarios de las redes sociales, dejaron de lado el personaje que antes debían mantener, el de la neutralidad, y desde hace pocos años se han convertido, cada vez más, en formados de opinión. Presentadores de televisión, reporteros y demás han revelado sus opiniones, creencias y lealtades políticas en las redes sociales. Esto ha llevado a que cualquier transmisión de información sea interpretada como extensión de esa subjetividad y no como el cumplimiento de su labor.
En este sentido, el periodismo ha comenzado a ser visto como parcializado, superficial y con una agenda propia, según el medio que se analice.
A pesar de todo lo anterior, esas reacciones agresivas en contra de periodistas en particular y de los medios en general también dejan entrever graves amenazas que pueden ser muy costosas para la persistencia de la libertad de expresión y de opinión en un futuro.
Las más de las veces las reacciones en contra de los periodistas y de la información que estos transmiten, como demuestra el caso de la periodista colombiana con la que inicié este comentario, no se hacen a través de la argumentación o del contraste de los hechos objetivos con la forma como los periodistas los presentan.
En su lugar, las reacciones suelen reflejar, más bien, la incomodidad de las personas cuando les presentan información y/o interpretaciones que chocan con sus creencias. Así, las personas no reaccionen porque consideren que están siendo mal informadas, sino que lo hacen porque se sienten ofendidas ante la emisión de ideas que no comparten. Esto no es sino intolerancia – ni hablar de la falta de respeto, de valoración – ante el pensamiento diferente.
Pero la cosa no se queda en mera intolerancia, sino que pasa al plano de la imposición de las ideas propias. Confundiendo el objetivo del debate, se deja de lado la presentación de argumentos y ésta se reemplaza por las presiones, las persecuciones, los ataques, los insultos. Aquél que piensa diferente es o ignorante, o tonto o malintencionado. Muchas veces, las tres al tiempo. Si a esto se le suma el anonimato que garantiza el uso de redes sociales, se entiende la virulencia con la que se enfrentan esas opiniones divergentes.
Lo que más preocupa es el concepto que las personas parecen tener en relación con la verdad. Gastamos tantos recursos (tiempo, esfuerzo de comprensión, estructuración de ideas abstractas y complejas) en formar una forma de ver el mundo que tendemos a creer que ese esfuerzo es igual a haber hallado la verdad. Por lo tanto, aquél que piense diferente no puede sino estar equivocado. Por ello, es nuestro deber no solo hacérselo ver, sino atacarlo en caso de que se resista a cambiarlo.
En este proceso, la única que pierde es la libertad de expresión. Además de los problemas inherentes en definir qué es buen periodismo o quién es buen periodista (¿solo el que piensa como piensa el receptor? ¿el que no tiene opiniones personales?), está el tema de qué debemos hacer con los que no consideramos buenos periodistas: ¿debemos imponerles nuestra visión? ¿Insultarlos hasta que cambien su opinión o, al menos, dejen de expresar sus visiones?
Estas dificultades seguramente están relacionadas con la tolerancia, incluso apoyo, de muchas sociedades al ascenso de gobernantes que no solo cuestionan, sino que enfrentan, con su poder, a los medios tradicionales. Una delgada línea hacia la censura se está justificando ante la visión – mayoritariamente negativa – que nos hemos formado ante el periodismo actual.
No con lo anterior no pretendo decir que no se puede – o debe – cuestionar a los periodistas. Pero sí, que esto no puede convertirse en una forma de justificar las restricciones a la libertad de expresión, algo que no se privilegia cuando consideramos que el mal está encarnado en actores que, como los medios tradicionales, son visibles.
Puede que todos los periodistas actuales sean todos de mala calidad. Pero, incluso, si esto pudiera demostrarse objetivamente, no justifica ninguna restricción a la libertad de expresión. Si aceptamos estas limitaciones nunca sabremos cuando haya buenos periodistas y, mientras tanto, perderemos una de las armas más potentes para frenar los excesos de los estados.