Hace poco menos de dos meses, se supo que Colombia tenía el primer unicornio de su historia (empresas tecnológicas – start-ups – con una cotización que supera los mil millones de dólares). La celebración duró muy poco. Rápidamente la emoción fue reemplazada por los problemas.
La empresa beneficiada forma parte de la denominada economía colaborativa. En este caso, la idea consiste en conectar a través de la aplicación a personas que quieren hacer domicilios con las personas que quieren solicitar desde comida hasta que les lleven documentos.
Los mensajeros, como suele suceder en este tipo de empresas, se conectan cuando quieren y trabajan por las horas que quieran. En el caso colombiano, además de beneficiar a jóvenes que no contaban con un trabajo estable, les dieron a otros la oportunidad de contar con un ingreso adicional y, de manera más reciente, se convirtió en fuente de ingresos para los miles de venezolanos que están llegando al país y que, en alternativas tradicionales, no han tenido muchas oportunidades.
En lugar de discutir qué implicaciones tiene esta forma diferente de trabajar para algunas personas, se prefirió meter a la fuerza estas prácticas en la visión tradicional, inflexible, que se tiene en el mundo del trabajo. Tan pronto se presentó el anuncia de convertirse en unicornio, se comenzó a hablar de una supuesta explotación laboral a los domiciliarios y, en consecuencia, se creó el contexto para pensar en eventuales regulaciones y obligaciones para la compañía.
Como era de esperarse, los políticos no podían perder esta oportunidad de oro para hacer lo que siempre hacen: imponer trabas a la iniciativa privada y, aun así, señalar que su intervención era necesaria y que algún día será positiva.
En este ambiente, desde la semana pasada, se han presentado manifestaciones, adelantadas por aquéllos individuos que obtienen algunos ingresos generados por emprendimientos como Rappi y Uber. Algunos de los inconformes lo están por supuestas reducciones en las comisiones que reciben, mientras que otros están exigiendo un reconocimiento como trabajadores formales.
Aún no sabemos en qué vaya a terminar esta situación. Lo más seguro, porque estamos en Colombia, es que se les impongan múltiples regulaciones, controles y obligaciones a estas empresas. De hecho, algunas de ellas, para competir en un mercado que estaban perdiendo, se fueron por la fácil: hacer labor de mercadeo de su marca ofreciendo pago de seguridad social a sus domiciliarios.
Así, seguramente, buscan una ganancia reputacional, mientras tratan de ocultar que los ingresos de los domiciliarios tendrán que disminuir, así como que no podrán afiliarse a la aplicación más personas. Los recursos son escasos. Por ello, cualquier decisión tiene su costo, así como sus beneficios.
Seguramente, los beneficiados serán los domiciliarios que ya están en la aplicación, mientras que el costo lo tendrán que asumir, con la imposibilidad de prestar sus servicios incluso en un sector como el de los domicilios, aquéllos que hoy aún no forman parte de estas aplicaciones, pero que después, tal vez, no consigan trabajo en otros sectores de la economía.
Mientras tanto, los mismos políticos que andan tan entusiasmados planteando la supuesta necesidad de regular a las aplicaciones, también son reconocidos por promover ideas en las que se le adjudica al Estado la promoción del emprendimiento.
¡Tamaña contradicción! Mientras que en la práctica persiguen a los emprendedores, en su labor de congresistas, presentan proyectos de ley para hacer que más colombianos sean empresarios. Pura visión de la actividad empresarial que nos han legado las instituciones del capitalismo de amigotes (crony capitalism).
Este contexto no lleva sino a concluir lo difícil que debe ser emprendedor, empresario o innovador en un país como Colombia. Muchos ciudadanos, los que más ruido hacen, son adversos a la toma de riesgos, a los cambios, a la disrupción. Por ello, ante cualquier cambio drástico, lo primero a lo que acuden es a la prohibición y a la persecución.
A esto hay que sumarle que muchos otros, o incluso los mismos, no soportan el éxito de los demás. Esto son los que viven obsesionados con la desigualdad, mientras que consideran que la pobreza es un problema secundario. Los que así piensan no pueden tolerar que algunas personas hayan tenido una idea y que ésta sea valorada por las mayorías. Consideran que esto es algo injusto, que debe ser limitado repartiendo los beneficios entre todos y que éxitos futuros de este tipo deben ser evitados.
Paralelamente, y sin darse cuenta de la contradicción, andan quejándose que porque en Colombia no tenemos sino algunas empresas que crecen y las demás permanecen con bajos niveles de productividad. Son los mismos que andan preocupados por el futuro del país, alimentando narrativas catastrofistas. Pero no notan que la única forma de mejorar, en particular la situación de los trabajadores, es con más empresas y no persiguiendo a las pocas exitosas.
Por esto, porque no reconocen la profunda contradicción en la que viven, estos mismos que tanto persiguen y denuncian la supuesta maldad de los empresarios son los que creen que el Estado debe promover esta actividad, como si ésta estuviera ausente en miles de ciudadanos. Eso sí, quieren apoyarlos, pero para que se dediquen a las actividades que ya conocemos, que son seguras, que no plantearán ningún desafío (ni a su poder, ni a sus narrativas).
Mientras tanto, los emprendedores, empresarios e innovadores colombianos deben esconderse, huir o ceder. Más meritorio los que se quedan y enfrentan no solo las adversidades propias de su actividad, sino la persecución legitimada y la mala percepción sobre ellos que la alimenta. Más personas así y menos políticos y ciudadanos que intolerantes al éxito de los demás es lo que necesitamos.