Lo que muchos sueñan puede convertirse en realidad. El problema es que ese sueño resulta, las más de las veces, en terribles pesadillas.
Muchos ciudadanos, incluidos los más jóvenes, andan armando manifestaciones para exigir que el Estado gaste más y para que tenga más funciones, mientras descuidan las maneras como esa complacencia va generando resultados indeseados.
Estos resultados se deben a que los ciudadanos que exigen “más Estado”, lo hacen esperando que los problemas que perciben desaparezcan y que se mejore el bienestar de todos. Sin embargo, las más de las veces, los problemas no solo se agravan, sino que se crean unos nuevos y el bienestar mejora para algunos, a costa de una reducción en el mismo para los demás.
Además, los ciudadanos – tan ingenuos – que exigen más Estado creen que después de eliminar las restricciones al accionar de esta organización, podrán controlarla en otros ámbitos. Pero esto no sucede. Se suele creer que un Estado gigante en acciones “deseables” (como redistribuir la riqueza) va a estar controlado en otras con una reputación menos positiva (como el abuso del poder y la creación de privilegios). No obstante, esta visión es equivocada. De hecho, justificar abusos y excesos por parte del Estado se vuelve una tarea más fácil cuando se considera que esta organización existe para generar bienestar o crear riqueza.
Pero existe otra forma a través de la que el sesgo hacia más Estado genera resultados indeseados. Ésta es la del descuido, la de la distracción. Los individuos, incluso de manera colectiva, no pueden centrar su atención en todos los asuntos, ni comprender los procesos de manera compleja, sistémica. Por ello, mientras están concentrados en una dimensión política (como exigir más Estado) se distraen ante otros procesos en curso que pueden resultar siendo muy costosos en el futuro.
Esto es lo que puede estar sucediendo en Colombia…o que ha sucedido durante mucho tiempo, pero de lo cual tenemos ejemplos recientes.
La semana pasada miles de estudiantes y otros ciudadanos llevaron al debate público el asunto de una mayor financiación a la educación superior estatal. Esto centró la mayoría de discusiones y, como es de esperarse, se creó casi tanto un consenso como una simpatía por la causa de los estudiantes.
Muy pocos comentarios, sin embargo, generaron las declaraciones de una magistrada que, sin sonrojarse y en una entrevista en una emisora nacional, afirmó que su labor consistía en co-gobernar y que, por ello, sus decisiones buscaban solucionar los problemas que se le presentaban.
Sin entrar a discutir sobre el objeto de la decisión que llevó a la magistrada a dar semejantes declaraciones, el asunto está en reconocer que hemos llegado a un punto de tolerancia con los abusos del Estado, que este tipo de noticias ni nos inmutan. Es peligrosísimo cuando, de manera lenta, gradual, se rompen todos los principios del Estado de derecho, incluido el de la división de poderes. Esto es grave cuando el poder se centra en el ejecutivo, pero también lo es cuando se hace en el legislativo o en los jueces, como es el caso acá planteado.
Sin embargo, a pesar del descaro de la magistrada al hacer esas afirmaciones, desde hace muchos años las cortes en Colombia se han tomado atribuciones que no eran de su competencia y entraron a co-legislar o a co-gobernar. La tolerancia de la sociedad frente a esto se dio por necesidad, ingenuidad o distracción, pero esto ha llevado a casos extremos no solo de inoperancia de la justicia, sino de pérdida de legitimidad, como resultado de escándalos de corrupción, ineptitud o politización.
Claro que todo lo anterior pasa por muchas causas, entre las que se encuentra la formación de abogados que consideran que son omnipotentes cuando tienen algún cargo de responsabilidad en cualquiera de las ramas del poder público. Puede ser que el estudio del derecho se haya convertido en una cuestión de memorización de códigos en desmedro del análisis, de la filosofía y de la comprensión del papel que una labor tan importante tiene en la organización social. En el mismo sentido, la corrupción y politización no son ajenas al contexto en el cual se desarrollan y pueden sobrevivir.
Sin embargo, existe una relación directa entre estos fenómenos, incluido el de las instituciones que facilitan la generación de todas estas patologías en el funcionamiento del Estado, con las ideas en las que creen las personas. Si los ciudadanos ven al Estado como un proveedor de todo lo que quisieran lograr; si lo consideran como la fuente de movilidad social y hasta de enriquecimiento, es claro que va a existir un sesgo en favor de su crecimiento y una tolerancia a su intervención en cada vez más asuntos de la vida incluso de los individuos. Esto, a su vez, pasará factura con anomalías como la que abordé en esta reflexión.
Mientras tanto, los individuos, comenzando por los más jóvenes, andan volcados a las calles exigiendo más Estado, más intromisión en sus vidas sin medir las consecuencias de sus deseos. Ojalá no tengamos después que arrepentirnos de lo que tantos soñaron.