No hay nada más incómodo que ver los resultados sociales que se defienden como consecuencia de acciones con las que es muy difícil estar de acuerdo.
Esto es lo que, desde que soy defensor de las ideas de la libertad, me ha sucedido con el caso chileno y el hecho de que fuera en dictadura cuando se tomaron algunas políticas económicas adecuadas. ¿Cuál es el papel de la dictadura en el éxito chileno? La confusión en la respuesta a esta pregunta ha sido, en parte, responsable de la mala imagen que tenemos los liberales en América Latina. Es decir, tiene implicaciones graves en la implementación de las ideas, más allá de casos puntuales.
Estoy convencido que, en parte, el combustible que tienen las narrativas populistas de izquierda y la preferencia por la (fracasada) utopía socialista en la región se encuentra en la percepción de que ser liberal es igual a ser socio de gobiernos, caracterizados por violaciones a los derechos humanos, la persecución de minorías y el autoritarismo.
Alguien podría señalar que eso no es cierto: que los liberales hemos defendido solo los aspectos de liberalización económica de algunas dictaduras. Sin embargo, este tipo de sutilezas son de difícil explicación ante el público en general. Y, según creo yo, es a ese público al que deberíamos estarle hablando…es decir, si en realidad pretendemos que nuestras ideas tengan, algún día, vigencia en la forma como se estructuran las relaciones políticas y económicas en la región.
Si lo que se pretende es crear un grupo en el que exorcizamos nuestras frustraciones y odios; en el que lo único importante es ser políticamente incorrectos; en el que a lo máximo que aspiramos es a ser percibidos como unos radicales que se disfrazan con un término (libertarios) para esconder sus verdaderas preferencias (fascismo, extrema derecha, anticomunismo, etc.), una buena opción es seguir pasando por alto la incomodidad de la que hablo.
F.A. Hayek intentó resolver el inconveniente con la siguiente fórmula: el régimen que se opone realmente a la libertad es el totalitario, mientras que el autoritarismo simplemente es la negación de la democracia. Aunque parezca una solución adecuada, no resuelve el problema de qué caso es cuál y parece, en últimas, la construcción de una definición limitada a casos puntuales, como el chileno. Vuelve y juega: parece más una intencional ambigüedad y no una delimitación que nos permita solucionar el problema.
Podemos estar de acuerdo: las medidas económicas, basadas en preceptos de libertad, son esenciales para facilitar la creación de riqueza en cualquier sociedad. Pero los individuos, sin que sepamos exactamente por qué, no solo priorizan la dimensión económica. Los ciudadanos que no están interesados en el debate político tienen otras preocupaciones.
Por ello, por más que en el marco de una dictadura se tomen algunas decisiones económicas acertadas, esto no implica que se pueda concluir, primero, que esa dictadura es buena o justificable, y, segundo, que se tenga que convertir en un objeto de (casi) reverencia para los defensores de la libertad.
Lo anterior se debe, entre otras, a tres razones principales. Primero, diversos autores han demostrado la falsedad histórica, teórica y estadística de la doctrina del autócrata benevolente (según la cual, una sociedad requiere de una dictadura para tomar las decisiones económicas adecuadas. Esta hipótesis se presenta como cierta porque se piensa en algunos casos, como Chile, Corea del Sur, o Taiwán, pero ni en esos casos funciona, cuando se mira más allá de la correlación superficial entre dictadura y despegue económico).
Segundo, si solo se observan los casos de éxito económico, entre los muchos fracasos de dictaduras, no se puede identificar ningún patrón que permita predecir cuándo, bajo estas condiciones, se toman las decisiones adecuadas. Esto parece ser aleatorio. Por ello, atribuir las decisiones a una dictadura específica es igual a atribuírsela a la suerte, tal como señaló Milton Friedman.
Tercero, en el caso puntual de Chile, habría que encontrar una característica que diferenciara a Pinochet de sus colegas militares en el resto de países. Tal como demuestran los documentos de la infame Operación Cóndor, todos éstos desconfiaban del mercado, no sabían de economía y, por lo tanto, no tomaron las decisiones en este frente con una intención de liberalización o de generación de desarrollo, sino, como sucedió en toda la región, para llenar sus bolsillos. De nuevo: un accidente histórico, más que algo intencional o que haya que admirar.
Sé que esto no convencerá a los (que no se molestan, sino que parecen sentir orgullo, por ser llamados) groupies del dictador chileno. Pero no escribo esto para ellos, sino para los demás que pueden estar confundidos: la libertad no requiere necesariamente de dictaduras, ni de muertos, ni de persecuciones. Una sociedad libre es mucho más que políticas económicas aparentemente de mercado. Entre los que defendemos la libertad, no todos coincidimos en pensar que lo único relevante es una dimensión de la vida: la empatía, la comprensión de las preocupaciones del que piensa diferente, para muchos no solo son valoradas, sino centrales en la discusión.
Sobre la relación entre violencia y libertad, tampoco hay que pensar que ésta es una concepción de la sociedad anti-violencia de manera ingenua. Claro que algunas sociedades han tenido que usar la violencia para acabar con la tiranía. Sin embargo, lo nuevo en esta discusión es que se use el lenguaje de la libertad para justificar el ascenso de ciertas tiranías.
La defensa de gobiernos que asesinan y violan las libertades es una “labor” que algunos consideramos le pertenece, por su forma de pensar, las implicaciones de sus creencias y su forma de ver el mundo, a las posiciones estatistas.