Los valores liberales están de salida. Cada vez están menos de moda. Cada vez tienen más críticos. Los totalitarios y estatistas se están saliendo con la suya: crearon la idea según la cual todos los males del mundo son culpa tanto del pensamiento liberal como de su supuesta implementación desde la década de los ochenta.
Vendieron la creencia, además, de que esa implementación fue exagerada: nos dicen que en la etapa de globalización los estados casi que desaparecieron.
Cualquiera que conozca un poco la evidencia sabrá que esto último es falso. No obstante, los estatistas avanzaron sus ideas despreciando la evidencia en dos sentidos. De un lado, metieron en el discurso sus creencias y las disfrazaron de verdades absolutas, que no requerían de demostración. Las repitieron tanto; las repiten tanto, que creen que por ello no tienen que evaluar su validez. Del otro, lograron borrar, con su equivocado pesimismo, las mejoras sostenidas en todas las dimensiones durante las décadas recientes. Hoy las mayorías creen que cada vez estamos peor.
Lo peor de todo es que no solo se metieron en el discurso, sino que, como señalé al principio, lo están ganando. Puede ser que los estatistas y totalitarios sean más carismáticos. Puede ser que los individuos prefieren las buenas historias a la revisión de la evidencia. Puede ser que esas creencias sean intuitivas; que tengan sentido y aparenten ser lógicas.
Puede ser que apelen a las emociones humanas: ya sea a la empatía por el desamparado, ya sea al miedo ante lo desconocido, ya sea al odio, ya sea a la necesidad de sentirnos parte de algo, al malestar que en muchos genera reconocerse como individuos y no como parte de alguna masa.
Esas creencias suelen comenzar en una dimensión aparentemente superficial; aparentemente no-humana: la economía. Sin embargo, con el paso del tiempo, cuando la gente asume como verdades las que eran percepciones de algunos, las demás dimensiones comienzan a verse afectadas. Esto no debe sorprender: el primer éxito de los estatistas fue difundir la idea de que lo económico está separado de los seres humanos y de su bienestar.
Cuando se habla de mercado, la gente suele pensar que estamos hablando de algo a lo que nadie pertenece, solo los ricos y poderosos.
Pero no es así. Lo económico es una dimensión más de la humanidad. Si bien no es la única, sí es supremamente importante porque tiene que ver con la supervivencia y la mejora del tiempo que estamos vivos. Precisamente por esa importancia, cuando se sacrifican libertades económicas, el paso a sacrificar las demás libertades es mucho más fácil.
No solo es que los gobernantes pueden justificar más fácilmente sus pretensiones liberticidas, sino que los ciudadanos las exigen, las añoran, las desean. Pero, además, es más fácil ir por las demás libertades cuando los individuos no tienen el control de su mera supervivencia.
En este contexto, no es difícil comprender por qué las sociedades pasaron de criticar lo que llamaron globalización a elegir representantes que les prometieron alejarse de ella y, de allí, están pasando ya a afectar, por ejemplo, la inmigración.
Justificaciones nunca faltarán para limitar la inmigración. El problema es que la mayoría tratan de racionalizar el temor que, por naturaleza, sentimos por lo diferente y que, en muchos casos, pasa a convertirse en odio o desprecio por los desconocidos.
Algunos aducen la defensa de la cultura como justificación de las medidas coercitivas en contra de los inmigrantes. No obstante, esta justificación cae en, al menos, dos problemas. De un lado, parece asumir que la cultura, los valores y demás son estáticos en el tiempo y que son uni-causados. Ambos presupuestos son equivocados: las culturas cambian, así como las instituciones informales (de las cuales los valores son un componente) que las caracterizan. Además, las culturas se enriquecen por diversas fuentes e interacciones. La pureza ni existe ni resulta del aislamiento de un grupo social.
Del otro, esta idea parece considerar que la cultura a la que se pretende proteger es, por alguna razón, débil. No se trata siquiera de considerar por qué los individuos deben ser obligados a mantener unas características culturales y/o unos valores que no comparten. Se trata, más bien, de explicar por qué se considera que una cultura es tan débil que no puede soportar la llegada de individuos que no la compartan o conozcan.
¡Claro! ¿La educación puede haber llevado a que los mismos individuos sientan vergüenza o que odien a su propia cultura, como sucede en el occidente actual? Pues bien, eso es culpa de los sistemas educativos y de las creencias que han penetrado el debate público, pero no de los inmigrantes.
De hecho, esos inmigrantes las más de las veces se ven atraídos, precisamente, por los rasgos culturales que, así no compartan, quisieran conocer y eventualmente internalizar.
Ahora, así la educación esté engendrando ese desprecio por la cultura occidental y sus valores, éstos seguirán siendo robustos en el sentido de que permiten la vida en sociedad, minimizando conflictos y mejorando el bienestar individual. Hasta que el ser humano encuentre otro conjunto de instituciones que le ofrezca mejores resultados, no importarán las creencias de algunos ni el desprecio por su cultura. En la práctica, esos valores seguirán siendo predominantes.
Algo similar se podría afirmar de la justificación que aduce que los inmigrantes son un problema porque llegan a ser una carga para las sociedades receptoras o porque llegan a “aprovecharse” de los beneficios sociales. Primero, habría que mirar qué tan cierto es ese comportamiento. Segundo, tendría que reconocerse, una vez más, que eso no es culpa de la llegada de los inmigrantes, sino de que esas sociedades receptoras han decidido malgastar sus recursos creando incentivos equivocados en los individuos.
No se puede negar. Los inmigrantes, en particular cuando llegan de manera abrupta y en grandes volúmenes, pueden generar desajustes económicos, sociales y culturales. Esto puede generar molestia en los locales, así como miedo. Puede estar bien buscar medidas políticas que busquen un mayor orden en la entrada de extranjeros.
Sin embargo, no se puede negar que el considerar a los migrantes como un problema no resulta de razones objetivas, sino de emociones y que su prohibición no es sino la justificación de más excesos por parte de los estados y de una nueva renuncia a la libertad.
Las sociedades actuales, en su enamoramiento por el estatista, seguramente seguirán apoyando las restricciones. Habrá que esperar hasta cuándo despiertan y cuánto nos habrá costado el aletargamiento.