Hace pocos días, en plena campaña electoral, se publicaron en Colombia las mediciones más recientes sobre pobreza. Los datos son muy positivos. La pobreza monetaria y multidimensional no solo siguen cayendo, sino que se encuentran en los niveles más bajos. Ante semejante noticia deberíamos estar celebrando. Pero no. Muy pronto comenzaron las críticas.
Lo anterior se debe a por lo menos dos causas. Primero, la campaña. Esta se ha basado en visiones catastrofistas. Si no se elige a X o a Y, el país seguirá encaminado hacia el desastre, el caos, el infierno. Reconocer los avances para muchos de los candidatos es igual a quedarse sin plataforma.
Segundo, algo que han demostrado autores como Steven Pinker. Aceptar que las cosas mejoran es difícil porque gastamos mucha energía, recursos y esfuerzos en hacernos a la idea de que todo está empeorando. Así construimos no solo la política, sino los medios de comunicación, la academia… y hasta nuestras conversaciones, nuestra cotidianidad. Cuando llega evidencia en contra nos enfrentamos al fenómeno de disonancia cognitiva.
Y es que la disonancia cognitiva es lo que demuestra la recepción de las noticias sobre pobreza en el país.
Ante un desajuste entre lo que creemos y la evidencia, lo primero que solemos hacer para reducir ese desajuste es criticar la fuente. ¿Cómo podemos creer en esas cifras si las produce un ente gubernamental? Es obvio que las cifras están o maquilladas o que fueron publicadas con el fin de beneficiar a ciertos candidatos y afectar a otros.
Poco importa que históricamente la entidad de las estadísticas en Colombia, a pesar de pertenecer al Gobierno (algo que podría, de pronto debería, cambiarse) ha sido independiente de los intereses de los gobiernos de turno. El DANE es un ente técnico y existe muy poca la evidencia de manipulación de sus resultados. Pero, claro: es difícil creer eso cuando hemos gastado energía, recursos y esfuerzos en crear una concepción según la cual, en Colombia no tenemos problemas, sino que somos los peores en el mundo. En todo, incluidas las organizaciones que se han creado.
Si no funciona lo de desvirtuar los resultados vía teorías de la conspiración sobre quién los produce, un segundo nivel es plantear dificultades sobre la medición. ¿Fueron incluidas todos los habitantes? ¿Cómo se midió? ¿Hubo una muestra? ¿No estará mal esa muestra? A pesar de lo interesantes de estas preguntas, la verdad es que la mayoría de veces las hacen personas sin la menor idea del tema y las hacen no con ánimos de buscar respuestas, sino porque ya tienen unas respuestas basadas en los que ellos creen.
Sobre esto, la vez pasada en televisión vi que varios políticos estaban criticando las encuestas a la presidencia. Hablaban de las muestras, de los márgenes de error y demás. Estaban anticipando la necesidad de una ley que regule estos ejercicios. Al revisar si alguno de esos políticos tenía algún estudio que nos permitiera pensar que sabe algo del tema, el resultado fue negativo. Algo parecido sucede con los aspectos metodológicos, que existen y que pueden ser cuestionados y criticados, de las mediciones de pobreza.
Pero muy pocos van a mirar esos elementos. El punto es que, en discusiones informales sobre el tema, todos van a pensar que la medición está equivocada. Sin demostrarlo. No hay necesidad.
Sin embargo, parece que el desconocimiento no satisface la necesidad de desconocer la evidencia. Por ello, se pasa a los aspectos “morales”: el cuánto. Ante los resultados, un periodista en una emisora la preguntaba al técnico que estaba explicando los resultados, casi con la voz entrecortada (para darle mayor dramatismo a la cosa), que si en el DANE creían que una persona podía vivir con $250.000 pesos (cerca de 90 dólares americanos).
Esos $250.000 pesos mensuales son el umbral que determina si una persona es pobre en Colombia. Ante la cifra, lo típico: “¡cómo son de insensibles los que miden! ¿Entonces uno es rico si gana más que eso?” “¿Qué hace uno con tan poca plata?” “¿Cómo pueden ser de crueles?”
Olvidan los indignados que esos umbrales siempre serán arbitrarios. Claro que tienen algún sustento objetivo, pero la fijación siempre será arbitraria. Ignoran que eso no quiere decir que las personas que los superen sean ricas. En últimas, la cuestión es de política pública: el umbral determinará a cuántas personas se incluirá en los programas sociales, financiados con recursos escasos que nos quitan a todos.
Así, el indignado, en su inmensa generosidad y preocupación porque cree que todo está peor cada día que pasa, cree que el umbral debería subirse a cuánto: ¿500.000? ¿1.000.000? ¿10.000.000? Bueno, ¿cómo mejora eso la focalización de los programas? ¿Se ayudará más o menos a las personas?
Junto a la indignación superficial por los niveles del umbral llega otra fuente de indignación: lo que se mide. Ya varios están criticando que cómo son de materialistas esas mediciones, que solo incluyen aspectos monetarios. Ante esto, la crítica es inválida: los resultados de esta semana son de pobreza monetaria, pero también multidimensional. Esta última incluye muchos otros aspectos.
Ahora, que todos los aspectos que se midan sea “materiales” es porque a esos indignados, que tanto se preocupan por la humanidad, se les olvida que pueden hacerlo porque seguramente ellos ya han solucionado los problemas materiales: alimentación, vivienda, salud, educación, etc.
Por su parte, ¿qué quisieran incluir?: ¿felicidad?, ¿espiritualidad? Si critican cómo se mide algo medible como los televisores, los computadores o los celulares en una casa, cómo serían las discusiones si se incluyeran esos aspectos que tanto trasnochan a los indignados.
En último lugar, la disonancia tiene como fuente un desconocimiento de lo que muestran los resultados. El problema está en que muchos de los indignados creen que la pobreza la incrementa o disminuye un presidente. No entienden que, en general, el resultado es un proceso independiente de las decisiones políticas, aunque sí esté afectado por el contexto que es principalmente político. Por ello, muchas de las críticas están basadas en un partido o, debido a la coyuntura, en una campaña.
Los vaivenes de indicadores como los de pobreza no pueden ser utilizados para que el gobernante de turno saque pecho ni para que sus contradictores crean que sí reconocen los avances, están diciendo que eso es gracias al gobernante. Quienes afirman que los avances o retrocesos en estos ámbitos son resultado de los gobiernos de turno deben demostrarlo… y eso requiere de más de la tan despreciada evidencia.
Al final de todo, precisamente, está el desprecio por la evidencia. Es cierto que es difícil medir los fenómenos y hacerlo bien. Es cierto que estos son complejos en sus expresiones, en sus causas y en sus impactos. Es cierto que el estado de la técnica está lleno de incertidumbres: somos humanos y, por lo tanto, todo lo que hacemos es perfectible, así como falible.
Pero todo lo anterior no significa que es mejor un mundo en el que sean nuestras creencias, nuestras opiniones –informadas o no–, ni nuestras percepciones, ni nuestras anécdotas las que reemplacen la evidencia existente. No hay peor desafío a la existencia de la sociedad que un mundo así, basado en percepciones, que tanto político, intelectual y enemigo de la razón anhela.