Desde hace algunos días, nos hemos sorprendido con los escándalos que atraviesa la reputada ONG Oxfam.
Dentro de la organización que se muestra como luchadora en contra de la pobreza y defensora de las mujeres, parecen trabajar personas que aprovechan su altruismo para aprovecharse de mujeres y menores de edad, así como para enriquecerse a costa de las donaciones que reciben y/o con relaciones abiertamente corruptas con ciertos gobiernos.
Habría que decir que estos comportamientos no tienen nada que ver con los informes que publican cada año antes de la reunión del foro económico mundial en Davos y en el que, año tras año, dicen lo mismo: que la desigualdad está aumentando, que eso, por alguna razón que nunca han explicado, es malo. Las críticas a esos informes son reconocidas, pero esto no ha afectado su reputación (comenzando por el hecho de que, cuando salen, son portada de casi todos los diarios y noticieros del mundo).
Decía que no por los escándalos en los que se ven envueltos algunos trabajadores de la ONG, se puede pensar que los informes son cuestionables. Éstos son malos por su metodología y porque no les importa perpetuar ideas equivocadas, sin mayor rigurosidad. Poco les importa cuestionar cuáles son las fuentes de los incrementos en la desigualdad, las limitaciones para medir el fenómeno y cuál puede ser su impacto.
Pero más allá de eso, lo importante son los comportamientos descritos en una organización reconocida por su lucha en contra de la pobreza. ¿Cómo personas que trabajan por ciertas comunidades se ven envueltas en abusos y excesos en contra de esas mismas comunidades?
El problema está en la concepción misma de la lucha contra la pobreza, las injusticias y el trabajar por los demás.
En general, el altruismo se basa en una concepción —implícita o explícita— según la cual el objeto de mi ayuda la requiere al no poder obtener lo que desea por sus propios medios. Si a esto se le suma que, en muchas ocasiones, ese altruismo se basa en una lucha en contra del modelo económico imperante, lo anterior se convierte no solo en que la persona no puede satisfacer sus necesidades o deseos por sí misma, sino que lo mejor es que las decisiones las tome alguien más por ella.
En general, ese alguien más es una persona educada, que sepa mejor lo que cada cual necesita y que tenga esa urgencia por “trabajar por los demás” (que no es sino que lo diga en voz alta, todo el tiempo y que, claro está, trabaje en una ONG porque trabajar en una compañía, por ejemplo, se considera como que no se trabaja por nadie.)
Ante semejantes ideas, se promueven dos fenómenos. El primero es que quiénes forman parte de lo políticamente correcto (es importante ayudar, las ONG son buenas o el capitalismo es injusto y por culpa de él hay pobreza, por ejemplo) parecen tener algún tipo de licencia para incurrir en excesos que, luego, serán justificados o disminuidos por su “preocupación social”.
Esto no solo sucede con dictadores que, como los populistas de izquierda en América Latina, han asesinado, robado, violado y demás, pero siempre serán presentados como héroes porque supuestamente querían “luchar en contra de la pobreza”.
Lo mismo sucede con personas que trabajan en esos ámbitos bienintencionados, “buenistas”. En el día a día esto se ve en que, por ejemplo, el que decidió ser vegano pontifica sobre su decisión y se cree con el derecho de señalar a los demás por su decisión de seguir consumiendo carnes, en particular, y alimentos de producto animal.
(He escuchado que algunos no consumen miel de abejas porque consideran que producirla es esclavizar a los animales). Otro ejemplo es el de los que luchan en contra del capitalismo que, sin más, se han adueñado de eslóganes y de fines con los que todos estamos de acuerdo: plantean que ellos luchan en contra de la pobreza o de la desigualdad. Pero asumen que los demás o no nos importan o queremos incrementan (¡como si fuéramos sociópatas!) esos problemas.
Por otro lado, los “buenistas”, en el fondo, les quitan la dignidad a las personas por las que supuestamente trabajan. Tal vez la mejor expresión de esto es cuando los extranjeros de algún país desarrollado deciden desplazarse a uno con altos niveles de pobreza. Ante la pregunta de por qué tomó la decisión, el rango de respuestas puede variar desde un “tenía que venir a ayudar” hasta un “es que acá hay tanto por hacer”. ¡Como si en los países desarrollados no lo hubiera!
El punto es que justifican su decisión porque consideran que, sin ellos, las personas en situación de pobreza son incapaces de resolver sus problemas.
Mucho más evidentes son las expresiones de compasión (como “pobrecitos, tan pobres) que llevan a que se idealicen ciertas formas de vida. No hay nada que les guste más a los “buenistas” que les lleven a personas que han atravesado por conflictos armados o que viven en situación de pobreza para satisfacer, hay que decirlo, el morbo de poder compadecer a los demás.
No todos los “buenistas” cometen excesos. Muchos creen, genuinamente, que están ayudando, que están trabajando por los demás. El problema es que no por ello no se creen superiores a los demás ni les quitan la dignidad a quiénes supuestamente intentan auxiliar.
No por ello dejan de existir individuos que, en ese marco, consideran que pueden abusar de los “beneficiarios” o que les pueden robar. Lo de Oxfam es reflejo de los muchos problemas que las buenas intenciones y el pensamiento políticamente correcto nos han causado en la humanidad.