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Este 2018 es año electoral en Colombia. No creo que estas elecciones sean particularmente importantes. De un lado, porque eso es lo que se ha dicho de este tipo de ejercicios desde hace décadas. Del otro, porque estoy convencido que el Estado es solo una organización más y que, por lo tanto, quién esté al frente de él no deja de ser algo para tener en cuenta, pero la economía, la sociedad, la cultura y demás aspectos son independientes de ello.
No obstante, es imposible estar atentos: las principales amenazas a la libertad provienen, no puede negarse, de esas decisiones colectivas que se toman cada cierto tiempo. Y cuando es la intención definitiva de un gobierno acabar con la libertad, esto afecta negativa e indiscutiblemente a la economía, la cultura, y la sociedad.
Con las elecciones, vienen las encuestas. La semana pasada se publicaron, el mismo día, tres: El Tiempo, La Semana, y El Universal. A pesar de algunas diferencias, dos candidatos parecen estar liderando la intención de voto para la primera vuelta: Sergio Fajardo y Gustavo Petro.
La reacción inicial, natural, de quiénes no están contentos con los resultados es la negación o la rabia. Suelen afirmar que las encuestas están mal hechas, que fueron manipuladas o, el caso extremo, que las cosas van a cambiar y que, por algún milagro, uno de los perdedores llegará a la cima y nos sorprenderá a todos.
Puede ser cierto. Las encuestas no son perfectas: siempre existen problemas metodológicos. ¿Cómo diseñar una muestra perfecta, representativa, para, así, obtener estimadores que cumplan con las características para hacer inferencias absolutamente correctas de la población? ¿Cómo saber si son correctas? Además, está el elemento de la incertidumbre: las personas pueden cambiar sus preferencias de voto en muy poco espacio de tiempo, ante hechos que no podemos anticipar.
No obstante, lo más prudente para los estrategas políticos es, creo yo, trabajar desde escenarios pesimistas y no hacerlo desde el deseo. Tres encuestas diferentes, en su metodología, el tamaño de la muestra y la forma de obtener la información, permiten afirmar que la primera vuelta puede dar como ganadores a los candidatos mencionados.
Por si alguien lo duda, estos no son los candidatos de mi predilección. Gustavo Petro me parece un personaje bastante peligroso: aunque ahora lo esté negando, cree en un Estado todopoderoso y en un sector privado indeseable. Estoy convencido que Petro es uno de los mayores enemigos de la libertad que tenemos en la Colombia actual, a pesar de su retórica engañosa. Es más, esa retórica lo hace más peligroso: su discurso en el que involucra términos suaves como “amor”, “política de la vida” e “inclusión” parecen calcados de cualquier manual totalitario. Además, en su forma de ejercer el poder, cuando fue alcalde de Bogotá, demostró su talante autoritario, polarizador, improvisador. Por último, me parece que es una persona paranoica y arrogante que parece no escuchar, incluso a sus más cercanos colaboradores. En esto también tiene rasgos parecidos a los líderes totalitarios del pasado: desconfía de ellos y le gusta cambiar constantemente su círculo cercano porque, incluso allí, ve enemigos.
De Sergio Fajardo no tengo la misma percepción negativa, pero sí tengo muchas dudas que me impiden verlo como una opción viable. Primero, su indefinición sobre la mayoría de temas, algo que se le ha criticado bastante. No se sabe a ciencia cierta cuál es su posición sobre temas generales como el del tamaño del Estado, la intervención del Estado en la economía ni sobre otros más coyunturales como el posconflicto o el proceso de paz con el ELN. Esta indefinición no se soluciona, sino que se agrava con las propuestas que lanzó a través de su Coalición Colombia, que parten de lugares comunes y mínimos con los que cualquiera está de acuerdo, pero que pueden tener ejecuciones diferentes y, por lo tanto, implicaciones diferentes, según las políticas puntuales que se establezcan.
Segundo, su obsesión por mostrar su pasado como profesor universitario. Entiendo que lo hace como una estrategia para mostrarse como un conocedor de temas y aprovechar el aura de respetabilidad que el ser docente universitario genera en la sociedad. No obstante, no sé si es una mera estrategia política o si en realidad él cree que el hecho de haber sido profesor – ¡y de matemáticas! – le da unas credenciales especiales para ser presidente. Si es esto último, no hay que olvidar que aquéllos que creen que el conocimiento los hace superiores, tienden a creer en las opciones autoritarias.
Tercero, lo que más me preocupa de Fajardo es la alianza que hizo con el senador Jorge Enrique Robledo, reconocido líder político de la izquierda marxista-maoísta colombiana. Entiendo que la política se hace para ganar, pero también debe haber límites: todos los apoyos, alianzas y contribuciones no son gratuitas. En caso de ganar, Fajardo tendrá que ceder en algo, de pronto en mucho, no lo sé, ante las pretensiones de Robledo y sus seguidores, siendo una de ellas la de la renuncia a la tímida apertura comercial que Colombia ha impulsado hace muy pocos años. Las alianzas ya se ven: en el programa de gobierno se ve un énfasis muy fuerte en la acción estatal. En la salud, la educación, la cultura, la economía.
El que estos dos candidatos llegasen a la presidencia no sería problema si no tuviéramos en Colombia esa característica institucional formal de acción estatal ilimitada, e informal de creer que el Estado es un ente superior, casi un padre, para los individuos. En este contexto es importante quién llegue a la presidencia. Las encuestas de la semana pasada son una señal de alerta.