Hace algunas semanas, la Corte Suprema de Justicia colombiana anunció un fallo en el que, entre otras cosas, obligaría a un medio a revelar las fuentes que utilizó en su investigación. Es evidente la amenaza que esto plantea a la libertad de prensa y, por extensión, de expresión.
También es evidente que este planteamiento no parece muy desconectado de la actualidad. Hoy, las mayorías justifican menores libertades, y más control estatal, por supuestos fines superiores o deseables. Esto sucede con el caso de la libertad de prensa: como triunfó la idea según la cual los medios no son “objetivos”, sino sujetos a específicos intereses privados, muchos justifican —explícitamente o sin decirlo abiertamente— medidas que pueden llevar a la censura.
Pero no pretendo reflexionar sobre ese fenómeno en el que muchos individuos padecen de algún tipo de síndrome que los lleva a enamorarse de su verdugo, el Estado. Y que, en consecuencia, justifican nuevas funciones, más extralimitaciones y, por lo tanto, pérdidas en sus libertades.
En este caso, es más pertinente reflexionar sobre el papel de ciertas áreas profesionales en la organización social y los resultados que ésta obtiene. Los magistrados de las Cortes y abogados van tomando decisiones que les parecen adecuadas, desde su escala de valores, pero que pueden afectar negativamente—en el largo plazo y por el principio de consecuencias no anticipadas—al conjunto de la sociedad. Esto sucede cuando se abre la puerta a la censura, como en la decisión mencionada de unas semanas atrás.
También ocurre cuando las cortes colombianas toman decisiones que afectan gravemente a la economía, limitando el mercado o imponiendo costos exagerados a los empresarios o individuos, o gastos al Estado (mayores cargas a los contribuyentes).
Es decir, estamos ante unos magistrados desconectados de los intereses de la sociedad.
Podría sostenerse que eso se debe, exclusivamente, a la tradición legal en la que se inscribe Colombia. Como señaló F.A. Hayek, podría demostrarse que esta se encuentra dentro del positivismo legal alemán y su aproximación racionalista-constructivista: la ley es todo lo que el Estado (ya no solo el legislativo) decida y éstas decisiones no están limitadas. Es decir, la ley crea la realidad y no al contrario. Sin traumatismos.
Pero esta explicación no nos guiaría en el caso de las posturas que, por ejemplo, muchos economistas tienen frente a la acción estatal. No son solo los abogados magistrados, sino también muchos economistas los que defienden la acción estatal y justifican decisiones que, a la larga, afectarán en mayor medida a la sociedad en su conjunto. Por ejemplo, en este artículo dos reconocidos economistas colombianos, uno de ellos fue incluso decano de una facultad de economía, culpan a los resultados en el mercado de los efectos en la desigualdad (sin decir nada de cómo medirla), poco reflexionan sobre sus causas institucionales y asumen unas consecuencias, sin mayor demostración.
De dos áreas del conocimiento tan diferentes, sus expertos promueven medidas tan similares y con efectos negativos en la sociedad. ¿A qué se debe esto?
En primer lugar, parece ser un problema de principios. Desde hace muchos años, en la educación se ha transmitido una posición nihilista. Se cree que los principios de una sociedad son irrelevantes, que deben ser flexibles o que éstos deben aplicarse solo en los casos en los que es evidente su “utilidad”. Así, principios como la libertad son despreciados por objetivos más claros. Pero no solo eso. Los principios son reemplazados por valores que, por definición, tienen una jerarquía de carácter subjetivo.
Lo anterior se relaciona con un segundo problema de la educación en la mayoría de profesiones: la falta de humildad. Se confunde la adquisición de algunos conocimientos con ya saber las respuestas. Se desprecian las respuestas en las que no se llegue a conclusiones puntuales, categóricas. Se cree que una postura teórica es el conocimiento absoluto y que éste, a su vez, es una prescripción de lo que “hay que hacer”. Los estudiantes tienden a frustrarse cuando se les dice que existen decisiones que no pueden tomar, o que si las toman, sus efectos no se pueden anticipar. Tienden a preferir cuando les dan recetas de cómo solucionar los problemas de pobreza, de seguridad, de inestabilidad, etc. Esto se debe a que siempre les han dicho que el azar, la incertidumbre, el desconocimiento y el no control se pueden cambiar fácilmente, con un par de lecturas, por el control total y la aplicación de recetas que tienen resultados inmediatos, eficaces y exactos.
Otra causa, de muchas que se pueden mencionar, es la tendencia a confundir niveles de análisis. Los humanos no podemos pensar los fenómenos en su complejidad. Por ello, debemos desarrollar teorías, modelos, simplificaciones, para entender procesos o situaciones puntuales. No obstante, tendemos a confundir esas simplificaciones con la explicación de la realidad. Es más, tendemos a pensar que la explicación teórica es igual al deber ser de la realidad. La misma confusión está en los niveles individual y social: como comprendemos mejor la relación de, por ejemplo, medios–fines en el plano individual, tendemos a pensar que estas relaciones se mantienen, sin cambio alguno, en el plano social. Esto puede ser cierto en algunos casos, pero no en todos.
Es posible que estos problemas sean comunes a todas las profesiones. No obstante, es grave cuando son profesionales que llegan a tener funciones que nos afectan a todos. Ahí la formación y las creencias transmitidas dejan de ser una cuestión anecdótica para convertirse en un problema. Como sucede en la actualidad y el estatismo galopante.