En Colombia, el año comenzó con lo que muchos piensan es una buena noticia: vuelve a ser obligatoria la cátedra de historia en los colegios. La reconocida estatista de derecha, Viviane Morales, fue la impulsora de esta iniciativa.
Muy poco ha sido el debate sobre esta decisión legislativa. Casi nadie planteó la discusión de por qué se considera que deban existir directrices generales, centralizadas e impuestas por el Estado, que obliguen a abordar ciertas áreas temáticas.
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Muchas menos personas cuestionaron lo que esa educación general e impuesta ha generado tradicionalmente en la participación de los niños y jóvenes en la sociedad, así como en el desarrollo de la individualidad. Al fin y al cabo, desde hace mucho tiempo, la educación se convirtió en que todos los individuos deben recibir los mismos “conocimientos”, hacer las mismas cosas y tratar de obtener los mismos resultados. Algunos tipos de conocimientos se prefieren por encima de otros y, así, la posibilidad de la diferenciación se va convirtiendo en un comportamiento –casi– desviado.
Incluso menos personas repararon en el hecho de que este tipo de noticias nos demuestran qué tanto hemos normalizado la intrusión del Estado en todos los ámbitos de nuestras vidas, sin inmutarnos. Lo que aprendemos – o no – es, desde hace mucho tiempo, una decisión de quiénes gobiernan y no de nuestras decisiones. Por eso es que, tanto en Colombia como en casi cualquier otro país, hasta qué idiomas podemos aprender depende de meros cálculos políticos. Así de superficial resulta la cosa. Lo hemos internalizado y, por ello, nada decimos ante estas decisiones.
En parte, por todo lo anterior es que se considera tan importante la enseñanza de la historia. No solo tiene que ver con la tan tradicional, equivocada e imperante visión historicista, explicada in extenso por Karl Popper o Ludwig von Mises, que consiste en creer, ya sea que el mero conocimiento de la historia nos permite comprender la realidad, sin necesidad de tener marcos teóricos previos que nos lleven a interpretar los hechos históricos; ya sea que la historia nos permite saber hacia dónde nos dirigimos, en una suerte de intolerable, ineludible –aunque inexistente– determinismo.
Digo, la enseñanza de la historia se considera importante no solo por esa tendencia al historicismo. También se debe a que, a través de la transmisión de ciertos supuestos conocimientos, se elimina la necesidad de que los individuos generen los debates que mencioné al principio…y muchos otros.
No quiero ser malinterpretado: no estoy planteando ninguna teoría de la conspiración sobre el control de la enseñanza de la historia y su distorsión por parte de ciertos grupos. Eso sucede, al mejor estilo de 1984, en aquéllas sociedades gobernadas por regímenes totalitarios.
Pero Colombia no tiene un régimen de ese tipo. La mayoría de países en el mundo no lo tienen. Por ello, se debe reconocer que la cuestión es más compleja: tiene que ver con ideas que, sin que aún comprendamos cómo, son compartidas socialmente, no son cuestionadas y, por lo tanto, se consideran como necesarias de ser transmitidas de generación en generación.
Como mencioné al principio de este escrito, las clases de historia están regresando a los pensum de colegios en el país. Yo tomé clases de historia. En ellas, nunca cuestionamos, por ejemplo, muchas de las intrusiones de los Estados en nuestras vidas. Muchos años después, no en primaria y no en bachillerato, y menos por algún profesor, me enteré lo reciente que es la existencia de los bancos centrales, por ejemplo, o de los Estados de bienestar.
De igual forma, mis clases de historia siempre fueron clases sobre el Estado: las guerras, las conquistas, la creación de organizaciones estatales, los partidos políticos, los gobernantes. Muy pocas referencias, casi ninguna, a las organizaciones de la sociedad civil, a las empresas, al desarrollo financiero, tecnológico o científico.
Pero no solo la historia es estatal. También tuvo siempre un fuerte componente de verdades absolutas y responsabilidades identificables. Desde siempre fue claro que había buenos y malos. En general, los malos eran las empresas, el capitalismo y aquéllos políticos que los defendieran, mientras que los buenos eran los trabajadores, la organización estatal y los políticos cuya visión fuera estatista.
Así me “enseñaron”, por ejemplo, que la crisis de 1929 fue culpa “del capitalismo” y que la solución la trajo Franklin D. Roosevelt. También me “enseñaron” que los gobiernos del partido liberal en Colombia (un partido que hoy pertenece a la internacional socialista, así que es de todo menos liberal) fueron buenos y que los del conservador fueron asesinos y no sé qué más. Me dijeron que cuando el Estado dejaba de intervenir en la economía las cosas dejaban de funcionar.
Y cuando se trataba de historia global, siempre pareció que todo lo malo en el mundo fue generado por Estados Unidos y su supuesta defensa a ultranza del capitalismo.
Estoy casi seguro que nadie les impuso a mis profesores que me enseñaran lo que me “enseñaron”. Ellos creían lo que decían. Lo interesante es que me dijeron lo mismo en el colegio, en la universidad y hasta en la maestría.
Verdades absolutas, sin lugar a la duda; responsabilidades asignadas; buenos y malos; recuento de datos sin mayor profundidad (como las guerras o las crisis)…esas fueron las características de las clases de historia en el pasado. No creo que sean muy diferentes a las de hoy.
Esto lleva a reconocer que existe otro debate que no se dio y que no se dará: la educación se valora como si fuera algo positivo en sí misma. Poco se discuten los contenidos, mucho menos los métodos. Hablar del para qué es casi un sacrilegio.
Mientras todos esos debates no se dan, nos siguen diciendo qué podemos aprender, qué no y cómo podemos obtener el éxito individual, según las consideraciones, creencias y escalas de valores de los políticos del momento.