Si existe un autor que considero claro y coherente en su defensa de las ideas de la libertad es Friedrich A. Hayek. En uno de sus escritos, recuerdo que nos explica sobre la posición que, como liberales, tenemos en el debate público. Reconoce que nuestra labor es, casi siempre, servir de obstáculo y de críticos a las ideas socialmente aceptadas, pero que sacrifican la libertad. Nos dice que esta posición se debe a que, a diferencia de muchas posturas políticas y académicas, la nuestra no depende del pragmatismo, sino de la base de la cual partimos: la defensa de la libertad como principio. Nos termina diciendo que, así sea incómoda y a que, en muchas ocasiones la evidencia —o la lógica— nos haga pensar que, desde un punto de vista utilitarista, el sacrificio de libertades puede dar mejores resultados, no podemos ceder a esas tentaciones.
Bajo estos aspectos analizo la mayoría de tendencias. Una de ellas, reciente pero creciente, es la de las posturas frente a la migración.
Desde la “turismofobia” en Europa a las decisiones del presidente Donald Trump, pasando por las nacientes posiciones críticas a la llegada masiva de venezolanos a Colombia, todos son ejemplos de un fenómeno, ya conocido pero no por eso justificable ni deseable: el de la xenofobia.
Puede ser cierto: el turismo masivo puede haber generado problemas en las ciudades más visitadas. Muchos de los dreamers pueden ser vistos como contrarios a los valores imperantes en Estados Unidos. Algunos de los inmigrantes en situación de irregularidad pueden estar involucrados en comisión de crímenes. Con el entorno económico en Colombia y la situación de inseguridad urbana en el país, muchos de los recién llegados pueden agravar la situación.
Me adelanto a las críticas: sé que no es lo mismo, cultural ni socialmente, un hispano en Estados Unidos, que un turista que va de paso, que un venezolano en Colombia, que un musulmán en tierra europea. Sin embargo, esas diferencias son conceptuales, si se quiere. En el mundo de las pasiones y del discurso político son perfectamente asimilables.
En este sentido, basado en principios, no es coherente apoyar una política de puertas cerradas en un caso y buscar justificaciones para no hacerlo en otros. Pienso que es como en cualquier otro ámbito: defendemos la libertad de expresión no porque estemos de acuerdo con todas las posiciones, ni porque todo lo que resulte de ella sea “productivo” (¿a quién le gusta Paulo Coehlo o esa sobre-producción de libros de auto-ayuda?), sino porque censurar en un caso abre a la puerta a múltiples censuras y luego los contra-argumentos no son suficientes.
También es cierto que cuando la llegada de personas no pertenecientes a un grupo social se da manera masiva, esto plantea múltiples desafíos. Primero está el tema económico, luego el de la adaptación cultural (así sean venezolanos en Colombia, hablamos de manera diferente y compartimos diferentes actitudes), luego el de la participación activa en la sociedad, y así sucesivamente.
Pero si uno se fija el tema es casuístico, empírico. No por la existencia de estos problemas, se puede concluir que la libre migración, la libertad de fronteras y de movilización, sean indeseables o inconvenientes. Eso depende de las decisiones –colectivas, grupales e individuales— de las sociedades receptoras.
El punto es que parece estarse fortaleciendo una visión contraria a la presencia de individuos de diversas culturas y orígenes en un mismo espacio cultural.
Visión ésta que cae en dos errores. De un lado, está la visión colectivista. ¿Los musulmanes son diferentes, por ejemplo? Sí. ¿Los musulmanes han estado involucrados en actos terroristas en diversos países? No hay duda de ello. Pero de esto no se puede concluir que todos los musulmanes son X o Y ni que todos sean terroristas. La misma lógica aplica para los otros casos mencionados más arriba.
Apoyar políticas de puertas cerradas por consideraciones grupales, étnicas o culturales es basarse en una posición colectivista, que desconoce la importancia —y la existencia— del individuo.
Algunos preguntarán entonces qué hacer. La respuesta tendría que estar del lado de las políticas de seguridad. ¿Para qué existen los Estados, entonces, si no es para proteger a los ciudadanos? Eso, infortunadamente para los que sacrifican principios por ganancias utilitarias, no se cumple, cerrando las fronteras a personas por sus características grupales.
Del otro lado, está el temor a la pervivencia cultural. ¿Qué será de Estados Unidos si llegan a imponerse los valores y costumbres de los latinoamericanos? ¿Qué será de la cultura occidental, europea, con la penetración de musulmanes?
Como es evidente en muchos casos, sin embargo, una cultura no sobrevive ni permanece por la imposición de las autoridades. Una cultura sobrevive porque es más atractiva para los individuos. Esto es lo que ha pasado históricamente con la cultura occidental: que es atractiva y permite el bienestar para quién la acoja.
Si está en peligro, ¿qué puede estar pasando? Hay que mirar no a la llegada de personas “diferentes” sino al desprecio que, desde la educación y desde muchos otros ámbitos, se ha generado en contra de la civilización occidental, como señaló Niall Ferguson. Una de las fuentes de ese rechazo, paradójicamente, es que en esta civilización, de manera soterrada y paulatina, por consideraciones utilitarias, muchos, en diferentes momentos, han apoyado el sacrificio de libertades. Han preferido los beneficios a los principios.
Esto no puede seguir ocurriendo. La defensa de la libertad es de tiempo completo, en todo lugar, sin excepciones utilitarias. La coyuntura está planteando un desafío y los principios de la libertad son la mejor protección a los excesos que pueden configurarse en el futuro.