La semana pasada tuve una interesante (por lo que refleja y no por el contenido) discusión a través de Twitter sobre el comunismo. Mis interlocutores sostenían que China demuestra que es posible que el comunismo funcione en algunas sociedades.
La primera sorpresa es que aún existen; aún hay personas que albergan dudas sobre el desastre del comunismo, ocurrido siempre en cualquier parte donde se haya intentado. Es más, algunos niegan de plano cualquier fracaso: lo consideran desinformación o mala intención.
Esto permite que haya excesos en algunas observaciones sobre, por ejemplo, la situación en Venezuela. Algunos sostienen que eso no es verdadero socialismo/comunismo. Nunca nos explican cuándo dejó de serlo. Otros sostienen que aunque sí sea socialista, el problema es Nicolás Maduro. Los más radicales (ciegos) caen en uno de dos extremos (algunas veces caen en los dos sin inmutarse por la fuerte contradicción entre ellos). De un lado, sostienen que el problema no es el régimen sino un complot del capitalismo internacional o de Estados Unidos para esconder los éxitos del régimen. Del otro, aseveran que los problemas de escasez, hambre, violencia y represión son resultado de ese mismo complot. ¿Al fin qué? ¿Éxitos negados o fracasos provocados?
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El punto es que estas personas niegan la relación directa y causal, entre comunismo y los peores desastres humanitarios en la historia (como los gulags, las purgas, la Revolución Cultural, entre otras); la violación inherente y necesaria de cualquier tipo de libertad (la negación de libertades económicas y la persecución de cualquier otra libertad); y el fracaso económico.
Pero esta negación puede deberse a dos dificultades en el debate.
Primero, hay un problema en el nivel de la discusión. Mientras yo señalaba que China no puede ser considerada comunista porque, aunque falta mucho, hay amplios espacios de iniciativa privada (libertad), mis interlocutores respondían que la constitución china y el partido en el poder eran comunistas.
No pudimos avanzar por la falta de distinción entre retórica y práctica. Como ejemplo, ¿qué es más importante: el nombre “liberal” del Partido Liberal colombiano, o que éste pertenezca a la Internacional socialista, defienda la intervención del Estado en la economía y hasta algunos de sus miembros quieran retroceder en la separación entre la religión y el Estado?
Si un partido así llegara al poder en Colombia, su gestión no podría considerarse “liberal”, así se nombren de esta manera. Es difícil pero necesario: la retórica no puede agotar la discusión sino que tiene que relacionarse esta con la práctica.
Segundo, está el objeto de la discusión. Luego de varias respuestas y contra-respuestas uno de mis interlocutores señaló que el problema en China no era de ideología sino de la actitud de las personas. Me insistía que los chinos se sienten orgullosos de ser comunistas (no olvidar el problema de nivel) y que lo realmente importante al hablar del crecimiento chino es que ellos “sí hacen las cosas bien”.
Sin entrar a discutir sobre cómo se puede medir ese hacer las cosas bien, es importante fijarse que para mi interlocutor las diferencias en desempeño económico dependen de cuestiones personales en dos sentidos – también contradictorios. O completamente culturales (si “el hacer las cosas bien” depende de un indemostrable “espíritu nacional”) o absolutamente aisladas (si ello dependiera de la decisión de hacer las cosas por algún tipo de compromiso con el país o algo así). Acá, en el fondo está la peligrosa – aunque extendida y aún viva idea del estajanovismo. ¡Cantar y sonreír son la causa del éxito económico!
Como si no importara el contexto. Pero eso es falso. El contexto en el que se desarrolla el trabajo individual y en el que florece la “cultura” es importante para explicar los resultados. Eso es algo que no entienden mis interlocutores y muchos de los defensores (¡aún existentes!) de modelos estatistas, incluido el comunismo.
Es posible que las personas crean genuinamente que la mejor forma de enriquecerse y de vivir felices sea a través de uno de esos modelos. Pero aun así, por más compromiso con el régimen, éste no podrá funcionar porque el contexto que crea acaba con, entre otras, los incentivos de acción, producción y hasta con cualquier posibilidad de establecer lazos de confianza, algo esencial para el progreso económico y básico en la vida social de los individuos.
En la discusión sobre casos en los que, como en el de China, se presentan tantas confusiones semánticas, del lenguaje y de interpretación de hechos, es importante recordar que el pensamiento liberal tiene un amplio espectro de argumentación que permite demostrar su superioridad. En el nivel básico se encuentran los argumentos “utilitaristas”. La evidencia existe: ningún otro modelo ha generado mayores y mejores niveles de vida para más personas en el mundo en la historia.
Un segundo nivel es el de consistencia lógica, entre retórica, implicaciones y consecuencias. Una sociedad basada en principios liberales no solo tendrá un discurso incluyente, de lucha contra las elites poderosas, de eliminación de privilegios o de promoción de la diversidad. En la práctica es el único tipo de sociedad que implica todo lo anterior y que, además, lo facilita.
Cuando los anteriores niveles aún dejan dudas, la discusión se puede basar en principios éticos y morales. No existe ningún criterio superior al hecho de defender a todos y cada uno de los individuos sin que unos estén por encima de los demás. No se puede ser más moral que plantear la necesidad de que cada uno tome sus propias decisiones como ser humano que es.
Lamentablemente, por más arsenal que exista, no se logra mucho. Los negacionistas seguirán confundiendo el lenguaje, los niveles y el objeto. Mientras tanto, en la práctica, defienden regímenes que, como el venezolano, solo generan destrucción, violencia, hambre y represión.
Aunque deberíamos llamar las cosas por su nombre, el diálogo de sordos requiere urgentemente de plantear la discusión desde el plano de los principios. Lo demás es defender las ideas más crueles de la humanidad, denles el nombre que les den.