Ante el esceptiCismo de algunos, a finales de 2016, el gobierno anunció, con bombos y platillos, su supuesto compromiso con la austeridad en el presupuesto de 2017. Aunque la verdad era diferente y la disminución en el gasto no fue sino cosmética o, a lo sumo, una redistribución entre rubros, hace pocas semanas, ese compromiso retórico se eliminó por completo. Sin ningún debate público, sin que casi nadie se diera cuenta, el Congreso aprobó un incremento en el presupuesto actual en mucho más de lo que supuestamente se había reducido.
Ésta no es sino otra demostración de la casi nula transparencia en el manejo de los recursos por parte de las entidades estatales, y de la existencia de múltiples incentivos para administrarlos de manera ineficiente y con un sesgo hacia el despilfarro.
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La transparencia debería ser un criterio central por varias razones. Primero, se tiende a olvidar una verdad básica: los recursos “públicos” o “estatales” no se crean en el vacío. El dinero que maneja el Estado proviene de las contribuciones que los ciudadanos hacemos, esperando, como mínimo, que esos recursos se vean reflejados en la prestación de servicios que consideramos el Estado debe prestar. En consecuencia, al menos los ciudadanos tendrían que tener claridad sobre cuánto pagan y en qué se gastan esos recursos.
Este tipo de control respeta la naturaleza del Estado como un ente creado para servir a los ciudadanos. De lo contrario, no estamos sino ante algún grado de tiranía: los ciudadanos se ven despojados de parte (o de gran parte) de sus ingresos, no reciben mucho (o nada) por ellos y, como si fuera poco, no tienen control de lo que se hace con ese dinero.
Una segunda razón es de límite a la acción de quiénes administran esos recursos. Si no hay transparencia en su manejo, el dinero “público”, supuestamente de todos, se convierte en propiedad de quiénes tienen su control directo y de sus amigos y familias. Si no hay transparencia, además, lo que se estimula es comportamientos oportunistas: cada quién quiere aprovechar su cuarto de hora mientras está en el poder – o cerca de él – y maximizar la extracción de rentas, lo que lleva, en el largo plazo, a un incremento sostenido en las presiones pro-gasto.
La tercera razón es que así los defensores del gasto público quieran vender la idea según la cual una sociedad, por alguna razón metafísica, no está restringida en sus posibilidades de gasto – como cualquier individuo, familia, grupo u organización – por sus ingresos, ésta es una verdad ineludible. Fuera de la ilusión que pueden generar las donaciones o transferencias por vía de cooperación no reembolsable, la verdad es que las sociedades no pueden gastar, por siempre, más de lo que producen.
A pesar de éstas y otras razones que se podrían plantear, la transparencia en las finanzas estatales es casi oscura en Colombia. Y, como resultado de esta ausencia, además de otros factores, existen fuertes incentivos que favorecen la irresponsabilidad, el despilfarro y la ineficiencia.
Además de lo ya mencionado, las ideas vigentes tienen un sesgo pro-gasto. No hay pierde: si se está ante la posibilidad de una crisis, al mejor estilo keynesiano, se argumenta que el gasto público es un estímulo al crecimiento. Si, al contrario, la economía está creciendo, se argumenta que el gasto se debe incrementar por razones redistributivas (que algunos, para engañar con el lenguaje, denominan de “justicia social”).
Pero, además, desde los años 2000, se fueron configurando presiones en favor de más irresponsabilidad, ineficiencia y despilfarro en las finanzas públicas. En Colombia, se eliminó el sistema de pesos y contrapesos entre las ramas del poder, no por acción de un tirano en el poder, sino porque ninguna rama está interesada en limitar el gasto, sino en estimularlo, tal vez con fines políticos, de poder o electorales (en el caso del Congreso y del gobierno).
El gobierno está dedicado a comprometer incrementos en el gasto, no solo como resultado de la negociación con las FARC, sino ante cualquier chantaje de grupos sociales. El más reciente fue el caso de los profesores, pero antes fueron los camioneros, los agricultores y hasta los habitantes de regiones tradicionalmente marginadas.
Compitiéndole muy de cerca, el Congreso es una organización obsesionada por la producción de legislación inútil para solucionar problemas, pero que obliga a incrementar el gasto. (Por cierto, dentro de las inútiles, pero que demuestran el grado de tiranía en el que estamos está el proyecto que obligaría a plantar árboles). A pesar de algunas voces sensatas, los congresistas, confundiendo su labor de verbalizar leyes por crear legislación, siguen estimulando el gasto.
En el mismo sentido, las cortes no solo tienen un sesgo anti-empresarial sino que, con sus sentencias en favor de intereses de grupos específicos y no de protección de las leyes que nos permiten vivir en sociedad, también obligan a nuevos gastos.
Haciéndole el juego al Estado, los ciudadanos no parecen muy molestos con la situación. Muy pocos se preocupan por la casi inexistente transparencia y, en su lugar, justifican la irresponsabilidad. En el fondo cada quién espera que su cuarto de hora llegue para aprovechar y recibir lo que cree merecer.
Y, sin darnos cuenta, estamos gestando una situación crítica de endeudamiento severo y caída de los actuales niveles de bienestar. En ese momento culparemos a los de siempre: los empresarios, el capitalismo, la libertad. Y exigiremos más gasto…