La situación en Venezuela es preocupante y tiende a agravarse. No solo es la destrucción del sistema productivo y del entorno económico que ha degenerado en una incontrolable hiperinflación, escasez y empobrecimiento de las mayorías. Tampoco es que esa crisis económica se vea reflejada en lo que podría considerarse dentro de poco como una crisis humanitaria (hambre, emigración, inseguridad). Mucho menos es la – hasta ahora reconocida – pérdida de libertades de los ciudadanos venezolanos y la eliminación de la democracia.
Los mencionados son todos fenómenos que se han venido consolidando desde hace muchos años pero que no fueron – ¿quisieron ser? – reconocidos sino hasta cuando ya se volvieron inocultables. Pero, en el marco de esta situación, dos hechos la hacen preocupante y con una tendencia a agravarse.
Por un lado, lo que se está presenciando es la lucha de un régimen por mantenerse en el poder. En las circunstancias actuales eso no puede hacerse sino restringiendo más las libertades, persiguiendo a lo que huela a oposición y, claro está, haciendo uso indiscriminado de la fuerza. El régimen venezolano caerá algún día pero mientras tanto utilizará todas las oportunidades y herramientas para demorar su destino.
Por el otro, así no pueda concebirse, aún persiste una parte de la población – difícil de determinar – que considera al régimen chavista como legítimo o adecuado para su país. Esto facilita que el régimen persista en el poder y legitima la creación de enemigos contra los cuales se hace uso de la fuerza y de la propaganda estatal.
Sean una minoría o no; sea porque tienen relación directa con el régimen o no; sea porque han recibido beneficios económicos o de otro tipo de los gobiernos desde el de Hugo Chávez o no. El punto es que no se puede afirmar desde ningún punto de vista que el Socialismo del Siglo XXI sigue en el poder sin ninguna base social. Eso es falso. Eso es hacerse ilusiones. Y eso es desconocer la gravedad de la situación.
Precisamente por esa gravedad, se hace urgente la condena del régimen sin tapujos, sin dudas. No se puede seguir ocultando la realidad de millones de personas que están viviendo los excesos del poder. Y esto se inicia por reconocer, así duela, lo que representa el régimen y las ideas detrás.
Por ello, es preocupante que, a pesar de todo lo evidente, en lugar de concentrarse en restarle cualquier rastro de legitimidad social – porque no se la merece, aparezcan publicaciones, incluso en la ya casi inexistente prensa de oposición, que traten de esconder lo que han sido estos años de chavismo en Venezuela y las razones de su actuar.
En la publicación señalada el autor(se pregunta) si el régimen chavista puede ser considerado como de izquierda. Pero la pregunta es retórica: es claro que lo que se pretende es responder que no.
Para ello el autor señala que el chavismo acabó con la izquierda democrática, que es cercano a Cuba, que es una dictadura, que tiene como objetivo el totalitarismo y que es cercano al fascismo. Señala que la izquierda del tipo soviético debe rechazarse. No se puede estar más de acuerdo con el autor en todas estas aseveraciones y denuncias. Lo que sorprende, sin embargo, es por qué el autor considera que todo esto demuestra que el régimen venezolano actual no deba ser considerado como de izquierda.
La respuesta es paralela a las denuncias. Para el autor, la izquierda es “creación, inteligencia, tolerancia, amplitud, generosidad, ética (…)”. Le faltó incluir “perfección”. Así, ¡cómo no! Para los activistas de izquierda, la definición de lo que son se da por los adjetivos – todos positivos – que utilizan y no por las ideas que defienden y sus implicaciones sociales.
Si por definición se considera que la izquierda es “buena” y lo demás es “malo”, es claro que nunca podremos condenar a la izquierda por sus excesos: al fin y al cabo cuando un representante que se autodenomina de izquierda comete errores, es corrupto o se convierte en dictador sanguinario ya deja de ser de izquierda y se convierte en cualquier otra cosa (como neoliberal o fascista, por ejemplo).
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Pero la realidad no es esa. El pensamiento de izquierda no se puede evaluar por lo que quisieran ser sus activistas y representantes sino por sus ideas y por las implicaciones – incluso éticas y morales – de ese pensamiento. Por ejemplo, la igualdad material. Si se considera que todos debemos tener lo mismo no es sino una forma de generar resentimientos entre individuos, de promover la envidia y, cómo no, de legitimar el estatismo. Ese mismo estatismo que, en el caso venezolano, ha promovido todos los fenómenos que tanto preocupan y frente a los cuales es muy difícil hacer algo.
Es muy positivo que, de lo estatismos, las sociedades hayan reconocido desde hace muchos años la peligrosidad de su expresión denominada de derecha. Pero falta reconocer lo mismo de la otra aproximación estatista, igual de dañina y peligrosa. Dejar de lado los adjetivos y valorar los pensamientos es algo que nos debemos como sociedad en general. Pero, frente a la situación en Venezuela, no se trata ya de un ejercicio de reflexión política o filosófica. Es un deber ante un régimen que no puede permanecer en el poder. Es un deber ante el futuro de una región que, como la latinoamericana, sigue repitiendo los mismos errores ante la falta de reconocimiento de la importancia de las ideas y no de los adjetivos que se usen para juzgarlas.