La semana pasada el sistema de transporte de Bogotá, Transmilenio, fue objeto, por enésima vez, de ataques por parte de algunos usuarios. Como ya es recurrente, luego de la violencia la discusión se centró en si las protestas fueron espontáneas o manipuladas, o si hubo infiltrados – y quién los pagó– que instigaron las tomas violentas.
El enfoque de la discusión se presta, como nos gusta, a centrarnos en lo superficial y poder, así, especular sin llegar a conclusiones. Espontánea o manipulada, con infiltrados o sin ellos, lo grave de esta nueva arremetida violenta en contra de Transmilenio está en su justificación.
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Se ha dicho que, además del mal servicio prestado, el malestar se debió a que la alcaldía de la ciudad había anunciado que desde el pasado 1 de abril se incrementarían las tarifas en un 10% (de $2.000 a $2.200). Esto luego de otro incremento que decidió el mismo alcalde tan pronto se posesionó en el cargo.
No sobra señalar la contradicción de que los usuarios se quejen del mal servicio y que, para hacerlo saber, restrinjan su prestación, generen caos de movilidad y destruyan la infraestructura existente. Es decir, como es malo, la solución parece ser volverlo peor.
Pero más allá de eso, me quiero concentrar en el tema del incremento de tarifas. El actual alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, no puede considerarse un liberal. Nada más lejos de eso; es un estatista consagrado, pero al menos es un estatista responsable, y eso es muy raro; los ajustes que ha decidido en materia tarifaria se deben, entre otras causas, a que en las alcaldías de los últimos 12 años se evitó incrementarlas para, según se dijo, ayudar a la población más pobre.
Como suele suceder con esas decisiones, en el momento inmediato son recibidas con júbilo por los ciudadanos. ¿Quién quiere pagar más por cualquier bien o servicio? ¿Quién no quisiera, incluso, no tener que pagar por nada; que todo fuera gratuito? Paralelamente, se generan consecuencias no deseadas que, de manera gradual, se agravan. En este caso, la consecuencia fue la generación de un déficit creciente en el sistema. Al final, la ilusión no puede durar por siempre y cuando se toman decisiones para frenar el desangre, eso genera malestar e inconformidad.
Este es un ejemplo más que debe llevarnos a observar por qué las opciones políticas que venden ilusiones (que casi siempre ocultan distopías) son preferidas por las mayorías. Todos quisiéramos encontrar formas de vivir por encima de lo que tenemos, no tener que restringirnos por escasez de ningún tipo y mantener una senda hacia el consumo y el disfrute sin equivocarnos ni tener que pagar por nuestros errores. Los individuos privilegiamos el disfrute inmediato en contra del futuro; no soportamos el sacrificio.
Por eso las opciones políticas que nos engañan, vendiéndonos la ilusión del no sacrificio, son preferidas.
Esto puede deberse a que a los individuos se nos dificulta comprender las complejidades sociales y los efectos de nuestro hedonismo y, para no sentirnos mal por ello, nos engañamos en el proceso. Así como los manifestantes que creen que mejoran el sistema si lo dañan, de la misma manera los ciudadanos no pueden pensar que las tarifas que se congelan hoy deberán ser incrementadas después y que este tipo de congelaciones afecta el funcionamiento y la calidad del sistema.
Es difícil entender, además, que esos ajustes en precios se deben, entre otras razones, al sesgo pro-inflacionario que ha generado precisamente la creencia en esas doctrinas que nos venden mundos de ilusión – esto es, distópicos: el keynesianismo siendo una de las más recurrentes.
Pero nos engañamos; preferimos pensar que quién decide congelar las tarifas es “bueno” y piensa “en los más pobres” mientras que el que las incrementa es “malo”. Preferimos pensar que el disfrute de hoy es la razón de ser del gobierno, sin querer reconocer que lo que hoy disfrutamos de manera irresponsable es lo que tendrán que pagar nuestros hijos. Sin embargo, luego estamos diciendo que “todo lo hacemos por ellos”.
Nos encanta engañarnos con la posibilidad de la gratuidad. Hablamos de países en los que se dan “cosas gratis”. Y añoramos vivir en ellos. Por eso, tan pronto podemos, queremos decretar la gratuidad también para nosotros, en lo que podamos. Preferimos no pensar que no existe nada gratuito y que los bienes o servicios que adjetivamos de esa manera, alguien más lo está pagando.
Pero no nos importa saber quién. Al fin y al cabo por eso preferimos tomar cada vez más decisiones por medio de mecanismos colectivos, democráticos. Así, intuimos, podremos diluir responsabilidades y alimentar las ilusiones en las que están basadas nuestras ideas de la sociedad, de la política, de la economía.
Como cada tanto se corrigen esas decisiones equivocadas, sabemos que el malestar generado no hará sino volver a alimentar la ilusión y el ciclo volverá a comenzar.
Pero los ciclos son muy costosos para las sociedades de hoy y para las de mañana, las de nuestros hijos. Es necesario señalar, cada vez con más fuerza, que la ilusión de poder vivir sin pagar más por lo que queremos no solo es una ilusión, sino una con consecuencias indeseadas. Reconocer esto es el verdadero humanismo, la verdadera sostenibilidad y la verdadera generosidad. De lo contrario, es utilizar esos términos para seguir engañándonos mientras actuamos basados en principios diametralmente opuestos.