Un agresivo retorno del estatismo podría estarse presentando. Los discursos proteccionistas, la admiración a regímenes no liberales como el chino o el ruso, la supervivencia de dictaduras como la venezolana, la xenofobia, la radicalización del discurso y la llegada al poder – o la perpetuación en el mismo – de gobiernos basados en plataformas con todas estas características son objeto de titulares en todo el mundo.
Para alertar sobre las implicaciones de estos hechos, para enfrentar los excesos que podemos esperar y para evitar que desaparezcan los principios de una sociedad abierta y, por lo tanto, de la civilización, es necesaria la existencia de atentos defensores de la libertad.
No pueden estos caer en los mismos errores de aquéllos heraldos del estatismo que, por decisión o desconocimiento, en sus ideas y prácticas, no pueden ser considerados sino como enemigos de la libertad.
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Es cierto que, aunque liberales, somos humanos. Y puede ser que, como señaló F.A. Hayek, en nuestra naturaleza residen unos estímulos primarios que tienen implicaciones en la forma como actuamos. Los sentimientos colectivistas, las limitaciones para comprender la realidad, la incapacidad de predecir el futuro, entre otros, nos afectan a todos por igual, sin importar nuestras concepciones políticas.
Pero al ser liberales, por lo menos sabemos que tenemos que luchar contra esas pasiones primarias.
La causas, dinámicas e implicaciones de una sociedad abierta, liberal, no son fáciles de aprehender, comprender, explicar y, mucho menos, de poner en práctica. Pero uno de los elementos que menos contribuye a facilitar esos procesos es el olvido – la traición – de los principios liberales y, por esa vía, entre otros efectos, la aceptación de alianzas con cualquiera que quiera pasar por liberal.
Una de las formas más graves de olvidar, de traicionar esos principios es, creo yo, que los defensores de la libertad caigan en el gregarismo como resultado de sus impulsos colectivistas. Es más importante hablar con los no convencidos que darnos golpecitos en las espaldas entre los convencidos. Tenemos que estudiar juiciosamente no solo los autores sino las implicaciones de nuestros pensamientos.
Si bien muchas de nuestras posturas generan controversia, tenemos que reconocer que esto se debe a que éstas son contra-intuitivas y difíciles de comprender. Pero esto no se debe confundir con que el ser liberal es igual a ser políticamente incorrecto porque sí. No podremos explicar la importancia de la libertad si estamos dedicados a molestar, a cerrar vías de comunicación con los “no convencidos”.
Tampoco podemos confundir, como previno en su momento Ludwig von Mises, el ser liberales con el ser anti-algo. La libertad la debemos defender desde una agenda positiva. Odiar el marxismo no es igual a ser liberal. Nos debemos concentrar en atacar las ideas, no a las personas que las defienden.
El no hacerlo es abrirle el espacio a la incoherencia en el pensamiento y las falacias. Para evitar esto, además, no podemos olvidar que la libertad es un principio ético y moral que no necesariamente podemos racionalizar. Por esto, no es suficiente con decir que las prácticas liberales “funcionan”. Tenemos que defenderlas así, en casos específicos, parezcan no hacerlo.
De igual manera, no podemos fraccionar la defensa de la libertad. Es falso que las económicas sean más importantes que las individuales o que, dentro de las primeras, la reducción de impuestos sea superior a la libertad comercial.
Es cierto que los avances hacia una sociedad libre las más de las veces no se pueden dar sino de manera incremental y parcial. Pero eso forma parte de la práctica política, no del pensamiento liberal. La libertad es una aunque tenga muchas expresiones.
Para lograr todo lo anterior debemos cuestionar; lo que me lleva al segundo punto. La práctica política como la conocemos es, casi que por naturaleza, no liberal.
La existencia de una organización llamada Estado a la que llegan, sean burócratas, sean políticos, a poner en práctica sus visiones o ideas, a defender sus intereses o a alimentar su ego no puede ser menos liberal.
Pero también es cierto que, por ahora, es la expresión de la práctica política que conoce la humanidad. En consecuencia está la discusión de cómo poner en práctica los valores liberales para el establecimiento de una sociedad abierta por medio de políticas específicas.
Ahí es donde surgen los problemas. Uno de ellos, tal vez el más grave, ha sido el hecho de que los defensores de la libertad, en nuestro afán por buscar aliados en el ámbito político, nos apresuramos a creer en figuras que no solo no representan nuestras visiones sino que pueden convertirse fácilmente en enemigos de ellas.
Ante este error debemos estar alerta en estos tiempos difíciles. Distinguir entre discurso e implementación y entre ésta y una sociedad más libre son análisis esenciales.
Más individualidad, dignidad de cada ser humano y cooperación sin coerción. Menos refugio en falsos – y peligrosos – líderes políticos y menos gregarismo. Sin esto será muy difícil resistir los que pueden ser años muy difíciles para la libertad.