EnglishLa opinión pública es casi tan cambiante como los hechos que se suceden, uno a uno, en las noticias diarias. No obstante, algunos de esos fenómenos, si fueran analizados con la suficiente profundidad, arrojarían evidencia sobre muchos debates que persisten en nuestras sociedades.
Este es el caso del tema que abordé la semana pasada. De este se puede extraer evidencia para demostrar algunos debates pendientes, fuera del que señalé en ese artículo sobre la preocupante ilimitación del Estado colombiano.
Para recordar, el caso al que hago referencia es el del escándalo producto de la firma que el fiscal general de Colombia ha hecho de diversos contratos, pagando sumas importantes, para tareas de asesoramiento a su administración.
De este caso, quisiera referirme a dos hechos puntuales:
El primero de ellos es el papel de los académicos en relación con el Estado. Precisamente, los contratos que más han llamado la atención —por sus montos, por las tareas contratadas y por la oscuridad con la que se han ocultado los resultados— fueron firmados por una reconocida politóloga colombiana, quien, hasta hace poco, fue decana de una facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales; que escribió varios libros sobre su tema de investigación (esto es, posconflicto); y que era columnista de un diario de circulación nacional y analista política en una emisora.
Uno de los aspectos que más ha interesado —e intrigado— a los liberales ha sido el de por qué, en general, los intelectuales defienden intereses estatistas, principalmente marxistas. No estoy diciendo que la politóloga de este caso sea marxista, pero su sesgo estatista es evidente en todas sus intervenciones públicas y en sus escritos.
Los académicos que así se comportan solo ambicionan quedarse con los recursos de las mayorías y además creen que, sin sus estudios, esas mayorías estarían en peor situación
Una respuesta posible, que difiere en parte de las planteadas por, entre otros, F.A. Hayek o Robert Nozick, podría ser que los académicos, en algunas partes, se convierten en grupos sociales cuyos ingresos se ven incrementados a través de la acción estatal. Esto se profundiza en aquéllos países en los que ha triunfado la figura del “experto” como remedio a todos los males sociales.
Así las cosas, la politóloga en mención no tenía interés alguno en cuestionar sus equivocadas creencias estatistas, porque es a través del incremento de la acción estatal que ella podía derivar ingresos muy superiores a los que hubiera alcanzado si se hubiera dedicado realmente a contribuir al conocimiento y no a comerciar con el poco que alcanzó a cultivar en su corta carrera como investigadora.
Pero la cosa va más allá. En consecuencia, al concentrarse en buscar contratos con el Estado, los académicos no encuentran incentivos, ni para revisar sus creencias, ni para ser más rigurosos en sus aportes, ni para reconocer los paradigmas en los que creen; y, lo que es más grave, para avanzar realmente en el conocimiento.
Desde este punto de vista, la relación académicos–Estado ha creado un sistema parecido al capitalismo de amigotes (crony capitalism), solo que sin lo poco de capitalismo (porque no hay siquiera competencia). Los académicos que así se comportan solo ambicionan quedarse con los recursos de las mayorías —que el Estado les quita por diversos medios— y además son tan arrogantes, que creen que sin sus estudios y sus consultorías, esas mayorías estarían en peor situación.
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Poco les importa a esos mercaderes de las ideas que les convienen a los gobernantes el grave daño que le hacen al avance del conocimiento, a la profundización del debate académico y, por lo tanto, a la inamovilidad que, en términos de calidad educativa, esto genera.
El segundo tema está relacionado con cómo funciona el aparato estatal. Ante un escándalo como el mencionado, cualquier empresa privada hubiera, por lo menos, suspendido la ejecución de los contratos. De hecho, existen casos suficientes que demuestran que, por ejemplo, cuando una estrella del entretenimiento o del deporte es contratada como la imagen de una gran empresa, pero esa estrella se ve envuelta en cualquier escándalo, los contratos de imagen y patrocinio son lo primero que pierde.
Claro, porque las empresas privadas deben su existencia —y su permanencia— a los consumidores. A nadie más.
Mientras tanto, el Estado, en general, y el colombiano, en particular, ¿a quién? Al parecer, a los contactos que pueda mantener dentro del poder y a la justificación de ese poder. Esos contactos no tienen el mayor interés siquiera en censurar los contratos porque ellos también los hacen… ¡Así funciona la política!
¿Y quién los justifica? ¡Pues los académicos! La ciencia política se ha encargado no más de justificar la ilimitación del Estado, sus excesos y errores. Y la economía se ha encargado de explicar que todo lo anterior se debe, supuestamente, a la búsqueda del interés general, del bienestar social o de las dos.
Ambas disciplinas engañando… Y así se cierra el círculo hacia un mayor estatismo.