EnglishLa semana pasada, el Gobierno colombiano volvió a sorprender por su actitud complaciente con el régimen venezolano. De manera intempestiva, se anunció el día 4 de septiembre la expulsión de un joven venezolano, Lorent Gómez Saleh. Al día siguiente se expulsó a otro joven, Gabriel Valles.
Hoy, estas personas se encuentran en la cárcel en Venezuela, como una muestra más de la pérdida de cualquier valor de la justicia. Si se es enemigo del dictador de turno, se convierte en delincuente. Si se es delincuente, será encarcelado. Las posibilidades de tener un proceso transparente y justo son casi nulas.
La justicia en Venezuela es muy eficiente, anda muy ocupada, persiguiendo a los “delincuentes” políticos, mientras que el país se convierte en un paraíso de la delincuencia real: asesinatos, robos, narcotráfico.
Pero más grave es la actitud del Gobierno colombiano. Ya es conocido el régimen creado por Hugo Chávez Frías y continuado por Nicolás Maduro. No sorprenden los excesos en contra de la población, las medidas económicas contraproducentes ni la concentración del poder en cabeza de personajes de las calidades como los mencionados.
¿Pero que suceda en una reconocida democracia? Colombia ha sido tradicionalmente un país con una solidez democrática, aunque esta esté permanentemente amenazada. El Gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010), de carácter populista, intentó quebrar las reglas del juego para perpetuarse en el poder, así como lo hicieron los autoritarios en Ecuador, Bolivia y Venezuela.
Colombia ha sido tradicionalmente un país con una solidez democrática, aunque esta esté permanentemente amenazada.
Pero no lo logró. La Corte Constitucional frenó sus ambiciones, en una importante muestra del sistema de pesos y contrapesos y de separación de poderes. La respuesta de Uribe no fue menos democrática: aceptó la decisión, sin poner en peligro la estabilidad del régimen y se subordinó a las nuevas reglas del juego.
El anterior ejemplo demuestra tanto las amenazas, pero también la existencia real de un sistema democrático. No obstante, las jugadas del presidente Juan Manuel Santos, de manera casi que imperceptible, están poniendo en peligro ese sistema.
El Gobierno nacional actual parece estar actuando en alianza con la fiscalía del ya oscuro Eduardo Montealegre. A cada enemigo personal del presidente u opositor que adquiere relevancia, le aparece un proceso antiguo, una prueba de incriminación o una nueva acusación.
En el mismo sentido parece estar ubicada la decisión de la expulsión de los jóvenes venezolanos. La cancillería colombiana argumentó que estos representaban una amenaza a la seguridad nacional. Los medios colombianos publicaron la supuesta relación de Gómez Saleh y Vallés con grupos neonazis y con el uribismo. También han sido acusados de hacer proselitismo político, algo prohibido para los extranjeros, en contra del presidente Juan Manuel Santos y a favor del círculo cercano al expresidente, hoy senador, Álvaro Uribe.
El punto de la expulsión es que todo ha quedado en informaciones periodísticas, pero nada se ha demostrado a través de la justicia.
¿Por ser extranjeros, estas personas no tienen derecho a defenderse? ¿Por tener inclinaciones neonazis, algo absurdo y censurable en cualquier persona, deben ser expulsados de un país, supuestamente democrático y liberal, donde pueden existir múltiples visiones del mundo, así muchas de ellas sean equivocadas y basadas en el odio?
¿No debería demostrarse primero que la amenaza existió realmente, basado en criterios objetivos? ¿Por creer en lo que sea, estos jóvenes debían ser entregados a un régimen dictatorial, abiertamente enemigo de ellos?
Disfrazado bajo un discurso aparentemente conciliador y pacífico, el actual Gobierno está utilizando la justicia y sus poderes ejecutivos con el fin de callar, de acabar con la oposición política en el país.
Las preguntas son muchas, las respuestas pocas. Estamos hablando del uso de los mecanismos diplomáticos y gubernamentales, argumentando problemas de seguridad y manoseando la justicia en contra de dos seres humanos que fueron condenados, seguramente, a no tener un proceso justo ni transparente, en un país donde seguramente pasarán años y años en la cárcel por haber cometido el único delito que, al parecer, es castigado hoy en Venezuela: ser enemigos del “socialismo del siglo XXI” y de sus representantes.
El Gobierno de Juan Manuel Santos ha mostrado diferentes facetas. Desde que inició su segundo mandato, se han privilegiado las tendencias “progresistas”, que no son sino el ímpetu de una mayor intervención del Estado en la economía.
Pero cada vez más se hace evidente una faceta más peligrosa. Disfrazado bajo un discurso aparentemente conciliador y pacífico, el actual Gobierno está utilizando la justicia y sus poderes ejecutivos con el fin de callar, de acabar con la oposición política en el país.
Estamos ante un Gobierno vengativo, que persigue a los enemigos personales del presidente. Bajo un discurso de paz, el aparato gubernamental está amenazando de manera grave la democracia colombiana, las organizaciones estatales y las instituciones que hacen de Colombia un país atípico en la región (como la protección a los perseguidos por las constantes dictaduras de los países vecinos).
El Gobierno Santos se está convirtiendo en un peligroso lobo disfrazado de cordero. Salvar a la democracia colombiana se está convirtiendo en algo urgente.