EnglishMientras que la selección de Colombia demostraba un buen desempeño en el Mundial de Fútbol 2014, el gobierno local de Bogotá, liderado por el alcalde Gustavo Petro, buscaba excusas para hacer lo único que sabe hacer: Quitarnos a los ciudadanos nuestras libertades.
Para ser justos, el gobierno bogotano enfrentó hechos reales para las medidas que adoptó. En el primer partido, Colombia derrotó a Grecia. Ese mismo día, y en el marco de las celebraciones por la victoria, se registraron heridos y muertos en Bogotá.
Sin embargo, no fue sino hasta una semana después cuando se decidió adoptar medidas restrictivas. Un día antes del segundo partido de Colombia, por la falta de preparación de la Alcaldía y la ineptitud de la Policía, unos jóvenes delincuentes destruyeron bienes públicos por toda la ciudad con la excusa de estar celebrando el cumpleaños de su equipo local.
¿La respuesta? No fue una mayor presencia policial o la persecución a los vándalos. No. Eso es muy difícil para un gobierno como el “progresista” (léase estatista) de Bogotá. Las medidas para frenar la violencia fueron las de restringir el consumo de alcohol (o sea, ley seca) cada uno de los días en los que Colombia jugara partidos y decomisar espuma y harina (elementos que son usados durante las celebraciones en la calle y que, bajo la lógica del gobierno de Petro, al ser lanzados a los transeúntes, éstos pueden molestarse y responder de manera violenta, incluso asesinando).
A pesar de unas críticas aisladas, la mayoría de intelectuales recibieron con agrado las medidas. Para ellos, lo importante es evitar así sea una muerte, a toda costa. La sociedad colombiana pareciera ser la descrita por Alexis de Tocqueville cuando, en su libro, La Democracia en América (Libro II, sección 2, capítulo XV), afirma que “a nation which asks nothing of its government but the maintenance of order is already a slave at heart (…)” (una nación que no espera nada de su gobierno más que el mantenimiento del orden es, en esencia, una sociedad esclava).
Más allá de esa realidad, tanto las mayorías como los intelectuales y los funcionarios locales prefirieron ignorar las posiciones contrarias de los expertos, lo que demuestran las cifras, y hasta las afirmaciones contradictorias a los planteamientos del Alcalde aportadas por la policía local.
Tampoco repararon en el hecho de que esta medida desvió, aun más, la atención de la policía en el cumplimiento de sus funciones. En lugar de estar ésta evitando que haya robos o asesinatos, tuvo que dedicarse a revisar, establecimiento por establecimiento, cuántas botellas de bebidas alcohólicas tenía y qué tipo de bebidas vendía. Además que fueron por las calles quitándoles a los individuos la harina y la espuma que hubiesen comprado por cualquier razón.
Así, lo que surgió tras la incapacidad del gobierno local de implementar una política de seguridad sólida, se convirtió en una exigencia de que los ciudadanos debemos cumplir las funciones del gobierno, en su reemplazo. Pero no solo la Alcaldía ha decidido imponernos el cumplimiento de sus funciones, sino que, además, lo hace sin demostrarnos que las medidas son las adecuadas. Correlación no implica causalidad: Que haya muertos cuando hay celebraciones, no implica, automáticamente, que el consumo de alcohol es el causante de los asesinatos.
Pero la facilidad con la que el alcalde Petro puede tomar estas decisiones y el buen recibo que éstas tienen en la sociedad en general, y entre los intelectuales en particular, tiene causas más profundas. Esto se debe a que se ha perdido la noción de la individualidad, que ha sido reemplazada por una noción colectivista —y totalitaria— englobada en un “espíritu colectivo” o, lo que es peor, “cultura”.
Así, los que asesinan o hieren a otros no son algunos individuos, sino que “los colombianos no sabemos celebrar” o que “somos una sociedad violenta”. Se culpa a un etéreo “todos” por lo que hacen individuos concretos. Esto permite que el gobierno local continúe en su mediocridad (no cumple sus funciones y ni siquiera debe esforzarse por castigar a los delincuentes) y que, además, algunos sigan consolidando su estatus de superioridad.
Esto último hace referencia específicamente a los llamados “intelectuales” (acá un ejemplo). Ellos, desde sus tribunas, culpabilizan supuestamente a “la sociedad” por los hechos. Y defienden medidas prohibicionistas. Pero en realidad no se culpan a ellos mismos: Ellos sí pueden consumir alcohol. Ellos no son asesinos. Ellos sí son “civilizados”. En el fondo, sus afirmaciones no son más que la expresión del desprecio que sienten por los que consideran inferiores: Por los que se emborrachan y que, por lo tanto, no merecen tener libertad.
En consecuencia, apoyan medidas que para obtener resultados superficiales, sacrifican principios básicos. Así, además, no solo el gobierno deja de cumplir las verdaderas funciones para las que existe, sino que se le asigna una nueva: Enseñar, tutelar a los ciudadanos a cómo comportarse. Como si fuera un padre. ¡Qué arrogancia!