En la actual campaña de las elecciones presidenciales de Colombia, se han escuchado voces que piden un debate de ideas en lugar del enfrentamiento personal entre los candidatos. Sin embargo, ese enfrentamiento no se debe a la inexistencia de ideas alternativas, sino del consenso en torno a éstas entre aquellos que quieren ocupar el cargo de dirección del ejecutivo.
La campaña se ha convertido en un lamentable espectáculo de acusaciones, mentiras y contra-acusaciones. Los dos candidatos punteros, el actual presidente Juan Manuel Santos y el representante del expresidente Álvaro Uribe Vélez, Oscar Iván Zuluaga, se han enfrascado en una espiral de escándalos (como éste y éste) hasta tal punto que pareciera que de lo que se trata no es de elegir presidente, sino de un concurso para determinar cuál de estos individuos tiene el prontuario criminal más elaborado. Los demás candidatos intentan presentar sus propuestas en los pocos espacios a los que tienen acceso. Y en medio de todo este escándalo, la ciudadanía, que obnubilada por la carnicería de los punteros, profundiza aun más la polarización, escogiendo a quién odiar y a quién defender.
En definitiva, la degradación de la campaña electoral se debe a que no existen mayores diferencias entre las ideas en las que creen los candidatos: Todas son estatistas. Con esto no quiero decir que todas las campañas propongan lo mismo, sino que las propuestas específicas reflejan diversos grados de estatismo dentro de los cuales tendrán que elegir los colombianos.
Esto no solo pasa en Colombia, pero este caso se puede entender como prototípico para demostrar por qué la política es un obstáculo para la superación de los problemas sociales y, además, es un generador – y perpetuador – de éstos.
El estatismo del que hablo se refleja, por ejemplo, en que todos los candidatos se ven a sí mismos como los agentes del cambio, del progreso, de la renovación. Cada uno de los contendientes considera que con su gestión se mejorarán la educación y la salud; se superarán los problemas de pobreza y se alcanzará el desarrollo. Han ignorado – ¿por decisión o por desconocimiento? – que los agentes de cambio son todos y cada uno de los ciudadanos que, en su vida cotidiana, si disfrutan de una mayor libertad, toman sus propias decisiones para perseguir sus metas individuales.
Lo anterior lleva a una de las peores expresiones del estatismo: Los políticos que se creen indispensables. Para Juan Manuel Santos, sin él no habrá paz; para Oscar Iván Zuluaga, sin él no se ganará la guerra; para Enrique Peñalosa, de la Alianza Verde, sin él no se mejorará la calidad de la educación y no tendremos un país de ciudades; para Clara López, del Polo Democrático, sin ella no se tendrá justicia ni desarrollo social (sin entrar a discutir lo que esto pueda significar). No entienden – ¿por arrogancia o megalomanía? – que cualquier fenómeno social es resultado de múltiples causas, complejas, que ningún ser humano puede controlar o manipular deliberadamente.
Ninguno de los candidatos en campaña considera que el Estado deba limitarse. Lo que han propuesto es en qué gastarse los recursos que todos los ciudadanos aportamos, a quiénes beneficiar con esos recursos, qué sectores proteger y qué nuevas regulaciones o prohibiciones, limitantes de la libertad, van a imponer desde lo que ellos consideran como su trono, al mejor estilo de las monarquías de antaño o de los autoritarismos aun vigentes.
Esto es tan así que, por ejemplo, de todos los candidatos, ninguno defiende el mantenimiento de la política de tratados de libre comercio ni la legalización de las drogas. Como decía, las propuestas solo muestran diversos grados de estatismo.
Por eso no hay debates reales. Los candidatos de la elección del domingo no están defendiendo ideas diferentes, sino sus intereses personales: El poder por el poder, el manejo irresponsable de recursos que no les pertenecen y la imposición de sus valores, preferencias y objetivos al resto de los ciudadanos. Por eso lo que hay es enfrentamientos personales, ataques y contra-ataques.
Lo peor es que los ciudadanos los acompañan en esas ideas equivocadas. El elegido será el que proponga las prohibiciones que la mayoría considere sean las adecuadas y el que mejor logre crear la ilusión de que va a repartir recursos a diestra y siniestra, sin importar su fuente o a quiénes perjudique. Todo esto sin reparar en qué medios utilice o haya utilizado para llegar al poder. Como parece gustarle a los electores colombianos, el elegido será el que más grite, el que más campaña sucia haga y el que, en el proceso, más paternalista se muestre.
Ojalá me equivoque, pero todo parece indicar que desde el próximo domingo, tendremos una campaña para segunda vuelta en la que algo que ya es grave, como el estatismo, será eclipsado por la aparición de más escándalos que rayan en la delincuencia. Los colombianos seguirán creyendo que un mesías algún día llegará para mejorar sus vidas, sin darse cuenta que eso no solo no existe, sino que quienes se han hecho pasar como tales, son precisamente los causantes de la degradación política de hoy.