A pesar de sus diferencias conceptuales, John Locke, David Hume, Lord Acton, Ludwig Von Mises, Friedrich A. Hayek, Karl Popper y muchos otros autores liberales, tienen algo en común: reconocieron la importancia de las ideas en las decisiones humanas, en la acción humana.
En los últimos años, sus aportes sobre este tema han sido evidentes, por ejemplo en el periodo entre guerras cuando las ideas equivocadas desencadenaron no solo otra guerra mundial, sino la pobreza y la opresión en casi la mitad del mundo.
Después de la crisis financiera estadounidense de 2008, el mundo ha presenciado un retroceso en la concepción de que un mayor grado de libertad económica genera riqueza y bienestar. Desde la caída de Lehman Brothers, se creó un nuevo consenso en las ideas que moldean la opinión pública: la culpa del malestar económico se debió a la supuesta liberalización excesiva de las economías y a la falta de intervención del Estado, tal como en la supuesta época dorada del periodo de postguerra (entre 1945 y 1980).
Reflejo de lo anterior ha sido la reacción que, enmarcada en movilizaciones sociales, se ha dado en diferentes partes del mundo. Así lo demuestra el movimiento de ocupación de Wall Street en Estados Unidos, los indignados en España, el resurgimiento de la extrema derecha en otras partes de Europa, la fallida “primavera árabe”, entre otras. Este año, 2013, hemos presenciado otros ejemplos de movilizaciones como la guerra civil en Siria y las protestas en Egipto, Turquía, Suecia, Brasil.
La mayoría de estos fenómenos sociales tienen en común dos cosas. Por un lado, las expresiones de insatisfacción de los ciudadanos se presentan como la necesidad de una mayor intervención del Estado en la economía y en la generación de bienestar. Por el otro, todas las demandas de esos ciudadanos solo se pueden obtener a través de una mayor libertad y de menos Estado.
Menciono lo anterior para referirme a uno de los casos más recientes en América Latina: Colombia.
Durante este año se han desencadenado, como no había sucedido en mucho tiempo (podría decirse que desde los años 70), fuertes movilizaciones sociales. Los cafetaleros, universidades públicas, campesinos, representantes de algunas industrias (como la del calzado en Bogotá), transportistas, entre otros, han decidido “tomarse las calles” para manifestar su inconformidad. Los eventos más recientes son las movilizaciones violentas tanto en la región del Catatumbo (que duró más de un mes) como el paro agrario nacional, iniciado el pasado 19 de agosto.
Como he señalado en otros espacios, esta reacción en cadena se puede deber al error de haber estimulado la captación de rentas mediante lobby por el gobierno de Juan Manuel Santos frente a la primera movilización, la de los cafetaleros, a principios de año. Como también lo he señalado, puede deberse al dañino vecindario en el que esté ubicado el país.
Sin embargo, estas movilizaciones también reflejan, un problema de ideas, que lleva a los ciudadanos a exigir políticas no adecuadas para alcanzar sus reivindicaciones.
Sin ningún tipo de debate, es casi un consenso en Colombia que el malestar social se debe a los efectos de los tratados de libre comercio iniciados desde hace pocos años o a la llegada de multinacionales al país. Nada importa que los tratados lleven muy poco tiempo de vida o que todavía no se hayan desgravado gran parte de los sectores que se consideran sensibles, ni que las cifras demuestren que los efectos no son tan negativos y que los beneficios de este tipo de estrategias se puedan recoger en el largo plazo.
Tampoco importa que la situación de los campesinos nunca antes en la historia del país, cuando éste se encontraba cerrado, haya mejorado o que las movilizaciones actuales sean organizadas, no por los campesinos, sino por los grandes terratenientes.
Mucho menos han importado las realidades del libre comercio: que aunque sí existan perdedores las ganancias en juego son mayores, que el Estado no puede proteger los intereses de unos pocos por encima de los de todos, que el principal beneficiado con estos instrumentos es el consumidor o que la inversión extranjera no es una extracción de riqueza, sino una forma de generación de la misma.
No. La mayoría de personas en la sociedad colombiana, dando por sentado que el problema ha sido la apertura del mercado, han decidido hacer una demostración de un nacionalismo chauvinista y tercermundista: solo comprar lo colombiano, frenar las importaciones, exigir controles de precios a diferentes productos, sabotear a las multinacionales o renunciar a los tratados que hemos firmado (y que algunos ni siquiera han entrado en vigencia).
El debate sobre los efectos negativos de todos esos instrumentos necesarios para fomentar el comercio no se ha dado y es posible que no se vaya a dar.
Mientras tanto, los partidos de oposición del actual gobierno están aprovechando la situación, culpando al libre comercio para ganar réditos políticos. Por su parte, el presidente Santos, en su afán por pasar a la historia como un buen presidente, seguramente cederá en gran parte de las exigencias señaladas, como lo hizo a principios de este año con los cafetaleros.
Lo más grave de todo lo anterior es que el país, hasta hace muy poco, demostró una senda de crecimiento, estimulada por las estrategias, aunque tímidas, de apertura iniciadas desde hace menos de diez años. Pero esto parece no importarle a la sociedad colombiana, convencida que la captura de rentas es la forma de generar riqueza y de ser “justos”.
Si los manifestantes colombianos logran sus demandas, es decir un retorno del Estado, como muchas personas lo han añorado en diferentes partes del mundo en los últimos años, las perspectivas de desarrollo del país tendrán que revaluarse. Y en algunos años, esos mismos que exigen hoy un mayor Estado, volverán a las calles con las mismas reivindicaciones de exclusión y de pobreza. Sin darse cuenta de que estos son resultado de lo que habían tanto pedido, un Estado intervencionista y una economía cerrada. Seguramente seguirán culpando al capitalismo por su situación.
Las malas ideas hacen mucho daño en países desarrollados, y son inadmisibles en países que aún no han solucionado el problema de creación de riqueza. Sin embargo, son los mismos individuos quienes labran sus destinos y en esto, sus esquemas mentales, es decir, la forma como entienden el mundo y la sociedad, son determinantes.
En Colombia, infortunadamente, los esquemas mentales compartidos por muchos, no solo son los equivocados, sino peligrosos. Por ahora, en este país, no hay lugar al optimismo.