Frédéric Bastiat decía que un país no tenía que bloquear sus puertos solo porque otros los tuvieran bloqueados.
En una abierta defensa del comercio libre, el economista francés sostenía que, incluso si otro país decidía poner trabas arancelarias, eso no justificaba que el nuestro también las impusiera.
A la larga, si comerciar es bueno, nada se gana impidiendo el intercambio.
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Desde el punto de vista económico, nada es más razonable que esta idea. Comerciar nos permite conseguir más barato lo que queremos consumir, al tiempo que podemos vender más caro aquello que sabemos producir.
Un mercado más grande para vender implica más exportaciones. Un mercado más grande para comprar implica mejor calidad a precios bajos.
Los políticos, sin embargo, no entienden esto así. En consecuencia, suelen mirar al comercio internacional como una batalla de nacionalismos: “Si Argentina no puede exportar a Estados Unidos, entonces no es justo que Estados Unidos le exporte a Argentina”, sostiene aún hoy el imaginario popular.
Este pensamiento era especialmente potente antes del año 1947.
La Conferencia de Génova
Diecisiete años después del estallido de la Gran Depresión y dos años después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo estaba cada vez más aislado. Gran Bretaña, otrora totalmente abierta al intercambio, había cerrado sus puertas para comerciar solo con sus excolonias. Alemania estaba en algo parecido, y también Japón.
En el resto del planeta predominaban los altos aranceles a la importación, las cuotas, las prácticas discriminatorias y los controles de cambio.
La política comercial estaba marcada por la desconfianza y el aislacionismo, lo que —junto con otras malas políticas gubernamentale— había hecho que la salida de la Gran Depresión fuera lenta y tortuosa.
En 1947, sin embargo, la iniciativa de algunos funcionarios ingleses y norteamericanos terminó dando lugar a la Conferencia de Génova, donde 23 naciones distintas firmaron el Acuerdo General Sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés).
El GATT se comprometió a reducir aranceles de manera recíproca y creó la “Cláusula de la Nación Más Favorecida”, por la cual la reducción de aranceles del país A al país B, automáticamente se aplica a un país C, siempre que éste sea miembro del GATT.
En 1995 el Acuerdo General se transformó en lo que hoy es la Organización Mundial de Comercio (OMC) que, con más de 160 países miembros, persigue el mismo objetivo: profundizar los lazos comerciales entre las naciones.
Luces y sombras de la OMC
De acuerdo con Douglas Irwin, profesor de economía en la Universidad de Dartmouth y experto en política comercial:
“La expansión del comercio mundial promovió la rápida recuperación económica de Europa y Japón. A su vez, la expansión del crecimiento económico permitió que la democracia se estableciera firmemente de una manera que había fracasado estrepitosamente durante el período de entreguerras”.
La reducción de barreras proteccionistas no solo trajo progreso económico, sino también un marco de estabilidad y paz para naciones que habían sido beligerantes en el pasado.
No obstante, no todo fue “color de rosas”.
Para Irwin:
“El GATT ha tenido muchas deficiencias. El comercio agrícola ha eludido en gran medida la liberalización. La difusión actual de los acuerdos comerciales preferenciales, en forma de acuerdos bilaterales y regionales, ha reintroducido prácticas comerciales discriminatorias, debilitando el sistema multilateral basado en la cláusula de la Nación Más Favorecida”.
A estas deficiencias se le suman los lentos procesos para sancionar a países que violan las normas y la cantidad de restricciones no arancelarias que hoy siguen imponiendo muchos miembros de la OMC.
Conferencia en Buenos Aires
El 10 de diciembre comenzó en Buenos Aires la undécima conferencia ministerial de esta organización.
Con sus virtudes y defectos, el hecho no es menor. Es que, si bien Argentina es un país prácticamente insignificante en el comercio internacional (exporta el 0,3 % de las exportaciones globales), la organización de la reunión la posiciona de una manera radicalmente distinta a los ojos del mundo.
Recordemos que hace tan solo dos años el país coqueteaba con el chavismo venezolano y, a nivel comercial, vivíamos uno de los procesos de aislamiento más pronunciados de nuestra historia económica.
Trabas para importar, controles de cambios, impuestos a las exportaciones, licencias no automáticas, discrecionalidad… Argentina había retrocedido al menos 50 años de historia de la globalización.
Ser anfitrión de la OMC no hará de la Argentina automáticamente un país abierto al comercio como Hong-Kong, Suiza o Canadá, pero sí marca un cambio de rumbo importante.
Si efectivamente se concreta y perdura, entonces a mediano plazo deberíamos tener más comercio, lo que redundará en mejores precios, más eficiencia y mayores inversiones.