EnglishHace un tiempo ya que la política se transformó en una carrera desenfrenada para ver quién es el más generoso. Los legisladores que le den más cosas a la población, o que prometan hacerlo, seguramente terminen siendo los más votados en las elecciones.
Decirle a la gente que su vida depende de su esfuerzo personal y de cómo, con creatividad y capacidad, deben intentar satisfacer las necesidades de sus conciudadanos para progresar, no es el eslogan político que más nos cautive.
Muy por el contrario, lo que “vende” es pintar el mundo color de rosa y decir que, si me votan a mí, entonces la vida se va a solucionar. Propondré un “Plan De Empleo”, un “Sistema De Reducción de Precios”, y les daré ayudas económicas a todos los que la necesiten, porque “nadie puede quedar atrás”.
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Al analizar estas propuestas, uno no puede más que pensar en la generosidad aparente de todas ellas. En definitiva, nuestros políticos no están haciendo otra cosa que darnos un montón de beneficios, pidiéndonos a cambio el mínimo esfuerzo de acercarnos el día de las elecciones a incluir su nombre en la urna.
Una propuesta irresistible. Como si un centro comercial anunciara que, por el día de mañana, todo lo que usted pueda tomar de adentro, será suyo sin costo.
El problema de esta generosidad es que no es más que un espejismo. Nada de lo que ofrecen los políticos es suyo. Los subsidios hay que pagarlos con impuestos, que hay que cobrárselos a la misma gente a la que se quiere beneficiar, o bien a otro grupo social, que ahora deberá tolerar una nueva carga.
Además, las propuestas como los controles de precios, las leyes de salarios mínimos, o la ahora famosa idea de prohibir y encarecer los despidos en Argentina, por más bienaventuradas que suenen, siempre resultan contrarias a los objetivos inicialmente buscados.
Es que a pesar del desborde de generosidad y bonhomía, esta parafernalia de intervenciones tiene lo que los economistas conocen como “consecuencias no intencionadas”.
En mi nuevo libro, Estrangulados, cito un estudio de los profesores John Dawson y John Seater que analiza el peso que las nuevas regulaciones tuvieron sobre la economía norteamericana desde 1949 hasta nuestros días. El análisis refleja que, de haber permanecido sin cambios el Código de Regulaciones Federales, la tasa de crecimiento de la economía habría sido 2 puntos porcentuales mayor. Con ello, el PIB estadounidense del año 2011 habría estado cerca de los US$53,9 billones, en lugar de los 15,1 billones que alcanzó ese año.
Otro dato interesante es el que surge de comparar las legislaciones laborales en Europa y Estados Unidos. Según analizan Jeffrey Sachs y Felipe Larraín en su Macroeconomía en la Economía Global, “Estados Unidos se caracteriza por un mercado laboral altamente dinámico y competitivo. La cobertura sindical es baja (…) y las compensaciones por desempleo son modestas y de corta duración”.
En Europa, la situación es radicalmente diferente y esto ha redundado en una tasa de desempleo históricamente superior a la norteamericana.
Vaya paradoja. La región que más “protege” a los trabajadores es la que más desempleo tiene.
Aún cuando pueden estar motivadas por las mejores intenciones, las regulaciones, impuestos y subsidios traen aparejadas consecuencias no intencionadas que terminan dejando la situación peor de lo que estaba antes de su implementación.
Así, si verdaderamente el deseo es la prosperidad del hombre de a pie, los políticos deberían modificar radicalmente su estrategia y leer mejor la realidad. Los países más ricos del mundo son los que mayor libertad económica tienen y en donde mejores son las condiciones para invertir y producir.
El progreso no brota ni de las mentes ni de las lapiceras de los legisladores, sino de la iniciativa y el ingenio de los emprendedores.
Si logramos comprender esto, entenderemos también que el único rol que tienen por delante los legisladores es el de remover las trabas que hoy pesan sobre el sector privado. Solo entonces, cuando a asfixia de la economía cese, Argentina podrá volver a respirar.