Uruguay es un pequeño país sin mayor relevancia en el concierto mundial. No obstante, históricamente hubo un área donde siempre descolló a nivel global, debido a sus firmes posturas en defensa de la democracia, los derechos humanos y los mecanismos que impulsaran la paz entre las naciones.
Entre esos hitos podemos destacar los siguientes:
En la II Conferencia Internacional de La Haya realizada en 1907, Uruguay propuso el arbitraje amplio y obligatorio para la solución pacífica de los conflictos entre países y la creación de un organismo con capacidad para hacer efectivo ese mecanismo. Fue la primera vez que se realizó tal propuesta; en aquel momento no fue acogida por ser demasiado novedosa. Sin embargo, fue un valioso antecedente y fuente de inspiración para algunas de las disposiciones del Pacto de la Sociedad de Naciones y de la Carta de Naciones Unidas.
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En 1945 el entonces canciller Eduardo Rodríguez Larreta señaló que el objetivo de todos los gobiernos debería ser encaminar a las naciones americanas hacia la democracia plena. En momentos en que la amenaza de la dictadura se cernía sobre los habitantes de varios países latinoamericanos, él manifestó que “acordando todo su significado e importancia al principio de no intervención”, no creía que este principio pudiera extenderse tanto como para amparar violaciones a los derechos humanos e incumplimiento de los compromisos internacionales de un Estado.
En consecuencia, abogaba por “constituir en lo sucesivo una norma indeclinable de acción en la política interamericana, la del paralelismo entre la democracia y la paz”. Actualmente sus ideas son conocidas como “doctrina Larreta”.
En 1948 Uruguay fue uno de los primeros países que reconoció al Estado de Israel. Por otra parte Uruguay es miembro fundador de la ONU hecho también acaecido en 1948. En consecuencia, uno de los participantes en la redacción final de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
En el Preámbulo de dicho documento se estipula lo siguiente: “La libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y de sus derechos iguales e inalienables.”
Siendo fiel a los principios proclamados en la declaración de los DD.HH., Uruguay fue el primer país de mundo en reconocer oficialmente al genocidio armenio de 1915. En una época en que la mayoría de los gobiernos occidentales no se pronunciaban sobre esa masacre, nuestra nación sentó un precedente condenando al episodio en una resolución parlamentaria fechada en 1965. Como si eso fuera poco, lo hizo 20 años antes de que ningún otro país tuviera el coraje moral y político de hacerlo.
Sobre la base de esos antecedentes, al nominarse como candidato para integrar el Consejo de Seguridad de la ONU para el bienio 2016-2017, nuestro actual gobierno explícitamente reconoció que el norte de la política exterior uruguaya siempre ha sido el respeto por el Derecho Internacional y el Estado de Derecho.
Afirma que la trayectoria mantenida hasta ese momento por nuestro país, lo presenta como “un actor conciliador, promotor de diálogos y constructor de entendimientos entre posiciones divergentes, que defiende de manera permanente la solución pacífica de las controversias”. Asimismo, que tradicionalmente ha sido “un país comprometido con la protección y promoción de los Derechos Humanos, del Derecho Internacional Humanitario y las libertades fundamentales”.
Sin embargo, esa admirable trayectoria en política exterior mantenida por Uruguay a lo largo del tiempo, fue tirada por la borda por los gobiernos izquierdistas del Frente Amplio de la manera más burda.
El primer hecho estridente ocurrió en 2012 bajo la presidencia de José Mujica, cuando Uruguay, Brasil y Argentina suspendieron de manera arbitraria a Paraguay del Mercosur para que Venezuela pudiera entrar. La razón de tal media fue que el parlamento paraguayo se negaba a permitir su entrada al bloque regional. Fue una actuación no apegada a derecho, dado que el Tratado de Asunción de 1991 –documento fundacional del Mercosur- requiere el acuerdo de todos sus miembros para el ingreso de un país.
Durante la actual presidencia de Tabaré Vázquez su apoyo al régimen de Nicolás Maduro no tiene calificación. Lo avala a pesar de las múltiples pruebas de violación de los derechos humanos en Venezuela y de que su gobierno es dictatorial.
Allí las fuerzas del orden “desaparecen” a los periodistas, hay torturas, encarcelamientos arbitrarios, abolición de facto de la separación e independencia de los poderes del Estado, la prensa libre está en extinción, hay persecución feroz a los opositores políticos y de los que protestan por la carestía y la falta de seguridad pública, no se cumple con la propia Constitución chavista dificultando el referéndum revocatorio, se despide a los empleados públicos que firmaron pidiendo esa convocatoria, Maduro amedrenta a los ciudadanos cuando quieren ejercer su derecho de expresión.
A pesar de todo lo descrito nuestro canciller Rodolfo Nin Novoa considera que no corresponde aplicarle a Venezuela la Carta Democrática de la OEA ni el Protocolo de Ushuaia dado que a su entender lo que rige en esa nación caribeña es una variación de la “democracia”, la “autoritaria”.
Asimismo, Nin Novoa exacerbó el relacionamiento con los restantes países del Mercosur, al traspasarle unilateralmente y sin consulta previa la presidencia de ese organismo a Venezuela, a pesar de la oposición de Argentina, Brasil y Paraguay. Encima tuvo el cinismo de argumentar que lo hizo porque “lo jurídico debe primar sobre lo político” cuando en rigor, fue todo lo contrario. Lo que establece la costumbre para el funcionamiento del Mercosur, es que todo se debe hacer por consenso. En consecuencia, han quedado ríspidas las relaciones entre sus miembros.
Con respecto a Venezuela como no saben con qué argumento justificar su complicidad implícita con el régimen chavista, tanto Mujica como Nin Novoa y Vázquez han sacado a relucir el principio de “no injerencia”.
Por ejemplo, cuando era presidente de Uruguay Mujica declaró su “plena solidaridad con las instituciones, con el pueblo venezolano visto en su conjunto y, naturalmente, con su Gobierno. La Constitución venezolana tiene todos los caminos como para poder laudar cualquier pleito. Salirse de la Constitución es un tipo de violencia”. Y agregó, “ como en tantos episodios parecidos, (se debe) rechazar cualquier injerencia del exterior, sea de quien sea, en los asuntos de la sociedad venezolana”.
No obstante, la misma vara de medir y principios no se aplica cuando la afectada es una mandataria ideológicamente afín. Nuestra Cancillería se ha tornada tan chabacana, que en el comunicado que envió al Brasil luego de la destitución de Dilma Rousseff, ni siquiera nombra al nuevo presidente Michel Temer. El texto culmina con estas palabras: “Más allá de la legalidad invocada, el Gobierno uruguayo considera una profunda injusticia dicha destitución.”
Las preguntas que quedan flotando en el aire son: ¿En base a qué considera “injusta” dicha destitución? ¿Acaso no se hizo dentro de lo que indica la Constitución brasilera, o sea, dentro del Estado de Derecho? ¿No era que la Carta Magna es la que señala el camino para la solución pacífica de los pleitos? ¿Con respecto a los brasileros, no rige el principio de que sus asuntos los deben solucionar ellos mismos?
Queda claro que la política exterior de los últimos gobiernos, ha degradado la tradicional diplomacia de defensa irrestricta de los derechos humanos, de la democracia plena, del Estado de Derecho y de la resolución consensuada de los conflictos internacionales que caracterizó a sus antecesores.