EnglishEn estos días salió a la venta a nivel mundial un nuevo libro relacionado con Harry Potter, el popular personaje creado por la archifamosa y multimillonaria Joanne Rowling, mejor conocida como J. K. Rowling.
La historia de su vida es una muestra de cómo las ayudas estatales suelen estar concebidas de modo tal que en gran medida dificultan que las personas puedan salir por sí solas de su angustiosa situación. Por ejemplo, en la época en que Rowling se vio forzada a recurrir a la beneficencia estatal, si ganaba más de 15 libras esterlinas a la semana perdía el subsidio estatal. Es decir, que era un mecanismo perverso porque quitaba todo incentivo para progresar.
Rowling fue afortunada por contar con un talento excepcional y una ética que le impidió aceptar resignadamente la categoría social que el Estado –aunque fuera con buena intención– le imponía.
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En América Latina las ayudas sociales suelen ser utilizadas para captar votos. Por esa razón el asistencialismo está ideado para mantener a la gente en la pobreza y hacerla Estadodependiente. Al momento de las elecciones los gobernantes suelen asustar a esas personas con el “fantasma” de que si gana la oposición se acabarán los planes sociales, lo cual constituiría una tragedia para ellos, debido a que no aprendieron valerse por sí mismos. En otras palabras, para ciertos partidos políticos los pobres son un negocio para enquistarse en el poder. Además, la corrupción suele impregnarlos de diferentes maneras, ya sea porque quienes en realidad no los necesitan reciben algún tipo de auxilio o porque alguien se roba el dinero.
Es muy grande la tentación cuando una exorbitante cantidad de dinero anda rodando y nadie se anima a cuestionar su uso, ya que la “solidaridad social” es su mejor justificación. La evidencia abunda en tal sentido, es suficiente con mirar lo que ocurre en Venezuela, Brasil, la Argentina kirchnerista, Uruguay, etc.
La beneficencia estatal, en particular la latinoamericana, no es pensada como un salvavidas que se tira en caso de emergencia. Lo prueba el hecho de que si a esas familias se les retiran las ayudas estatales, generalmente vuelven a pasar necesidades. Este tipo de beneficencia suele ser una herramienta útil para maquillar las estadísticas oficiales, porque el dinero otorgado por el Estado se hace figurar como entrada real de esas familias cuando en realidad no es así. En consecuencia, se exhibe como un logro que redujo la miseria y la pobreza, pero los necesitados siguen estando ahí. Para peor, se pervierte el carácter de esos individuos, ya que se acostumbran a vivir de la limosna que les dan los gobernantes, dinero que no sale de su propio bolsillo, sino que es extraído de la gente trabajadora. Es un sistema injusto por donde se le mire.
Por otra parte, los gobernantes y los sindicatos suelen proclamar que es gracias a su accionar que los trabajadores han mejorado su calidad de vida, pero la verdad es muy diferente. La realidad es que el liberalismo económico fue el que permitió la acumulación de capital, el cual permite que las masas vivan cada vez mejor. La prueba de que no son las leyes sociales ni la presión de los gremios poderosos los que han logrado eso, es que cuando la economía decae no hay medidas legislativas ni huelgas que produzcan la “magia” de aumentar los salarios de los trabajadores.
Frédéric Bastiat afirmó que en asuntos económicos hay ciertas consecuencias que se ven y otras que pasan desapercibidas. Señala que en general, cuando una ley tiene efectos positivos en el corto plazo, las derivaciones son nefastas en el mediano y largo plazo. Enfatiza que lo que diferencia a un buen economista o gobernante de uno perjudicial, es que al considerar los resultados posibles de una determinada medida, toma en cuenta tanto los que “se ven como los que no se ven”.
Las autoridades que no profesan la ética de la responsabilidad se inclinan por aquellas normas jurídicas que dan rápidos resultados, los cuales son percibidos por el común como positivos, sin importarles el desastre que se producirá años más tarde. Su mirada está puesta en sacar réditos políticos inmediatos y se desentienden de las secuelas que sobrevendrán, pese a que estas sean previsibles.
Un ejemplo claro de ello es lo que ha venido ocurriendo en Uruguay desde que el Frente Amplio asumió el poder en el 2005. Las sucesivas autoridades fueron sumamente “generosas” con los asalariados. Encima, le otorgaron un poder desmedido a los sindicatos, sus aliados políticos. En disposiciones como los Consejos de Salarios tripartitos por rama de actividad, los delgados del gobierno uruguayo no son terceros imparciales en las negociaciones, sino que desembozadamente inclinan la balanza hacia el lado sindical (este asunto incluso derivó en una denuncia de los empresarios ante la Organización Internacional del Trabajo). Asimismo, aprobaron una inmensidad de leyes que iban contra los empleadores, incluso, desconociendo derechos básicos como el de propiedad, al inventar el “de ocupación” de los lugares de trabajo por los empleados. Como algunas de esas medias fueron aplicadas por funcionarios públicos, se impuso la “doctrina” de que lo estatal está por encima de lo privado, así que debía haber diferencia en el tratamiento entre uno y otro sector de la sociedad.
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Esta situación llevó a que la gente, paulatinamente, empezara a sentir que contratar empleados —aunque fuera para la limpieza del hogar— era como tener una espada de Damocles sobre la cabeza. Se crisparon las relaciones entre empleador y asalariado. Comenzó a primar la desconfianza mutua. La suma de estos factores psicológicos llevó a que se fueran buscando alternativas a la contratación de trabajadores. En un momento en que la tecnología y la robótica están cada vez más al alcance de la gente común, es lógico que se vaya desplazando la fuerza humana por las máquinas.
Mientras duraron los diez años de bonanza, debido a los precios excepcionalmente altos de los commodities, esta situación pasó desapercibida. Sin embargo, ahora que las cosas aprietan, que empresas extranjeras se están yendo del país y que las nacionales están con dificultades crecientes, comenzó a emerger la situación real en la que se encuentra el país. Aumenta aceleradamente la tasa de desempleo, especialmente entre las personas menos calificadas e instruidas.
Este nuevo escenario provocó que muchas de esas personas estén dispuestas a aceptar sueldos más bajos y a prescindir de algunos de los innumerables “derechos laborales” graciosamente otorgados por los gobernantes. Sin embargo, la desconfianza se ha instalado y, en consecuencia, es muy difícil que alguien asuma los riesgos de contratarlos; menos ahora cuando la robótica perfectamente puede sustituirlos. Este ambiente psicológico será muy difícil de revertir. Por lo tanto, esas familias caerán en una pobreza mayor a la que tenían antes de que comenzara todo este proceso.
Esto ya lo vivimos en las décadas de los cuarenta y cincuenta. El corolario fue una tremenda crisis económica, social y política que desembocó en la guerrilla y la dictadura militar iniciada en 1973.
Lo aquí señalado es lo que ha venido ocurriendo en Uruguay. Sin embargo, es una dinámica que se repite en todos aquellos lugares donde se cree que la prosperidad surge por decreto o mediante la violencia sindical.
Lo más lamentable es que, en definitiva, los más perjudicados siempre resultan ser los más débiles de la sociedad.