Hace mucho tiempo, en la tierra de las fábulas donde los animales hablan, escriben, negocian y hacen política, los astutos zorros ocuparon un hermoso valle de horizontes abiertos, construyendo una ciudad de bellas casas, anchas avenidas, parques y teatros, escuelas y universidades, parques industriales, mercados comerciales, y grandes foros públicos. Luego invitaron a todo animal a ocuparla gratuitamente. Vivir en sus casas. Producir en sus parques industriales. Comprar y vender en sus mercados. Enseñar y aprender en sus escuelas y universidades. Hacer política en sus foros públicos. Todo es gratis. Tómenlo y háganlo suyo. Aquí cada animal será lo que deseé ser. Dijeron los zorros.
Al escuchar gratis, los burros entraron en estampida. Los elefantes —y algunos rinocerontes que se mezclaban entre ellos— preguntaron asombrados ¿Gratis? Imposible, afirmaron los sabios elefantes. Nada es gratis. Todo fue pagado por alguien y de alguna forma se le cobrará a quien entre. Los zorros sonrieron y explicaron que sí, ellos lo pagaron. Y sí, esperaban ganancias de la ocupación y actividad gratuita. Tendrían el monopolio de la publicidad los espacios públicos y privados. Respondieron los elefantes, ya entendemos su negocio. Pero si vivimos ahí, advirtieron a todos los animales, las industrias, el comercio, las finanzas, la academia, el arte. Los espacios públicos de la política. Las sedes del gobierno que nos demos. Y nuestros hogares. Todo, absolutamente todo, estará sobre propiedad de los zorros y sujeto a su poder.
Nuestro negocio, respondieron los astutos zorros, depende de ser neutrales en todos sus conflictos y dar a todos espació sin tomar partido. En nuestro propio interés. Con esa promesa lograron que todos los animales entraran felices a su ciudad. Los elefantes de últimos, comentándose unos a otros: Demasiado bueno para ser verdad y nunca fue sabio confiar en zorros. La ciudad prosperó rápidamente. Se montaron industrias y negocios. Se desarrollaron las finanzas, la academia, el arte y la política. Se lanzaron periódicos y se fundaron partidos. Y se dieron los animales un gobierno de “su” ciudad. Los temores de los elefantes fueron considerados de tonterías de conservadores retrógrados. Pero resultarían acertados. Y aunque algunos después dijeron que los zorros lo habían planeado todo desde el principio, los elefantes jamás lo creyeron. Creyeron sí. Que habían mentido y ocultado mucho al principio. Y que en su astucia sin sabiduría terminaron por despreciar las grandes riquezas que el monopolio de la publicidad —que resultaría no ser el único monopolio zorruno— y el de la propiedad de la tierra sobre la que estaba todo garantizaban a los zorros, como poca cosa. Ambicionaron poder. No solo riqueza e influencia. Poder sobre todo y sobre todos. Como desde el principio temieron los elefantes que ambicionarían los zorros. Incluso contra su propio interés económico.
Pero todo empezó con los burros. Los burros eran envidiosos, tercos y violentos. Y ocuparon antes que nadie lo que siempre habían envidiado más. Escuelas y universidades. Teatros y centros de arte. Fundaron el partido político de la envidia y el resentimiento. Envidia y resentimiento enseñaron en escuelas y universidades. Fundaron periódicos, escribieron obras de teatro y libros para exitar la envidia y profundizar el resentimiento. Y ganaron casi siempre el gobierno. Junto a la mayoría del legislativo. Y con envidia y resentimiento legislaron y gobernaron, dificultando los negocios de todos —excepto los zorros— y empobreciendo a los más pobres con impuestos para mantenerlos atados a ellos con subvenciones. Los elefantes también fundaron su partido —al que entraron los rinocerontes sin ser invitados— sus periódicos, industrias y comercios. Oponiéndose a los burros y sus insensateces. Pero los elefantes, aunque sabios y grandes, eran razonables y comedidos hasta llegar a ser timoratos. Pocas veces llegaban al gobierno. Casi nunca obtenían la mayoría del legislativo. Cuando gobernaban la ciudad prosperaba con menos impuestos y regulaciones. Pero fueron poco a poco expulsados de la academia, el arte y el entreteniendo, por envidiosos y agresivos burros.
Un elefante inusual, escaso en la dignidad ceremoniosa de sus pares —aunque de gran dignidad a su peculiar manera— grosero y ruidoso, emocionó a los animales minimizados, despreciados y empobrecidos por los burros al lanzarse como candidato al gobierno, revolucionó al partido elefante enfrentando a los burros y su dominio de la academia y la prensa. Viejos burros académicos exigían que, como ellos habían expulsado al elefante de la academia, se le expulsara de toda vida pública, que se cancelara todo lo elefantesco y se impusiera todo lo burresco. De una vez y para siempre. Que expulsaran a quienes se opusieran de sus trabajos, destruyeran las empresas que resistieran. Y silenciaran todo lo que no fuera rebuzno. Como ellos habían hecho en la academia, artes y entrenamiento. Burros jóvenes y agresivos amenazaban a todos, saqueaban e incendiaban negocios y propiedades –sobre todo pequeños– cuando se sentían ofendidos, por todo o nada. Y muy ofendidos se sintieron cuando el nuevo elefante llego al gobierno. Bajó impuestos y desreguló más que ningún otro elefante gobernante. La economía prosperó y los animales despreciados por los burros recuperaban independencia y dignidad.
Pero los zorros, sin que nadie supiera por qué, dejaron de ser neutrales. Usaron sus monopolios. Publicidad. Papel. Distribución de prensa. Y otros. Para cancelar lo elefantesco e imponer lo burresco. El gran elefante perdió el poder. ¡Desinformación y mentiras de prensa burra! ¡Agitación, propaganda y censura zorruna! ¡Traición rinoceronte! ¡Trampas burras! No perdimos, nos robaron, bramaba furioso. Fue a los tribunales pero los jueces temieron involucrase. Jóvenes burros ya habían saqueado, incendiado y hasta asesinado por meses. Censura y persecución, ahora llamadas cancelación y realizadas por privados —más que por el gobierno como en los tiempos obscuros— atemorizaban a todos. El gran elefante entregó el gobierno y se preparó para enfrentar el ataque de burros y zorros. Y el totalitarismo del burro empezó a imponerse, gracias a unos zorros que pronto descubrirían que no eran tan astutos como creían. Pero esa, sería otra fábula.