Cerraba la anterior entrega con que el problema se reduce a que someter el orden praxeológico de la civilización al orden teleológico de la tribu garantizaría la destrucción de la civilización. Pero el orden atávico que subsiste hasta cierto punto en la familia y las voluntarias organizaciones comunitarias de pequeños grupos formales e informales, representan el espacio civilizado del orden tribal y su moral específica. Y ese orden primitivo se enriquece, varía y evoluciona al estar inmerso en la intersubjetividad evolutiva del orden extenso. Pero se atormenta la mentalidad atávica al constatar que la civilización no sólo permite, sino que estimula las diferencias, se excita la atávica envidia, tan necesaria para la cohesión de las primitivos y miserables grupos de humanos de carroñeros —románticamente denominados cazadores y recolectores— ante el éxito de los más talentosos o afortunados. Pero es el control de esos sentimientos negativos —no su supresión— por la moral civilizatoria lo que permite dar un espacio civilizado al altruismo, la envidia y la obediencia; trastocados en generosidad, competencia y disciplina.
Más interesante es que la evolución del orden primitivo dentro del orden extenso permite a su vez la emergencia de órdenes intermedias, y con ello de una cultura comunitaria inmensamente más diversa, rica y libre que la que en el mejor de los casos permitiría un orden puramente tribal, más o menos aislado, por lo que si “por libertad entiendo la seguridad de que todo hombre estará protegido para hacer cuanto crea que es su deber frente a la presión de la autoridad y de la mayoría, de la costumbre y de la opinión”.
Como afirmaba en 1887 Lord Acton, enlistando las cuatro fuentes principales de restricciones arbitrarias a la libertad individual: la autoridad, la mayoría, la costumbre y la opinión. E indudablemente no hay civilización sin autoridad, mayorías, costumbres y opinión, pues con ellas surgen y se imponen restricciones legítimas a las acciones que violan la libertad de unos por otros. Pero de ellas se puede abusar para restringir arbitrariamente la libertad de unos a favor de otros, e incluso de todos a nombre de mitos ampliamente compartidos. Sin duda la libertad ante la opinión de los demás tendrá un coste para quien la ejerce, la novedad y el avance en la evolución de las costumbres siempre sufrirán el rechazo que la mentalidad convencional mayoritaria opone a toda innovación en todo campo.
Recientemente me recordaba una brillante académica venezolana que para Juan de Mariana, el escolástico español del siglo XVII que puso las bases de constitucionalismo liberal de las primeras republicas modernas surgidas en el siglo XIVIII y XIX, la patria no es otra cosa que la tierra bendita en las que los hombres libres por sus propios usos y costumbres, pueden seguir siendo libres bajo la protección del Dios de sus padres en paz.
Y en efecto es cierto que siervos y esclavos no tienen otra patria que aquella en que alcancen la libertad. Pero también es cierto es que la libertad del hombre como ser social se reduce al grado de independencia del individuo ante las creencias de sus semejantes, no ante los derechos de sus semejantes sino ante sus opiniones, creencias y convicciones, razón por la que no es la generosidad o el altruismo lo que garantiza la paz entre los hombres, sino su aceptación de una obligación pasivamente universal de no iniciar la violencia contra nadie, sobre la cual entendemos que en tanto las acciones de cada cual no causen un daño real en las personas y propiedades de otros, toda restricción de esas acciones será arbitraria e intolerable, cualquiera que sea su origen. Y es por ello que tal vez deberíamos:
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Reconsiderar la fundamentación de la ley natural a la luz de evolución del orden espontaneo de la civilización, no por referencia a un orden que, inmanente o trascendente, humano o divino, sería igualmente inmutable, eterno y perfecto, sino a la dinámica tendencia evolutiva del orden espontaneo de la civilización, en cuanto a la libertad y dignidad del hombre, en el marco temporal de los limites objetivos circunstanciales establecidos en la realidad natural y social.
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Insistir en que de no entender adecuadamente la tensión evolutiva entre el orden moral atávico, subsumido en el orden extenso de la civilización con su moral propia, dando el espacio de normatividad ética a cada uno de ellos en su marco especifico de éxito evolutivo, caeremos en la inconsciente tentación de tomar al orden moral atávico como regla general de justicia —auto-flagelándonos con una ética impracticable— desarmándonos intelectual y moralmente ante los irracionales reclamos del constructivismo que pretenden reordenar la sociedad extensa, sobre la moralidad de unos pocos primates carroñeros.
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Y aceptar que, nos guste o no, la libertad, en el sentido ausencia de restricción arbitraria a la acción humana, es el espacio de surgimiento y desarrollo de la civilización, en tanto que el anhelo atávico por la seguridad de la sumisión servil devenido en filosofía social, resulta siempre, en última instancia, no algún inconsciente intento por la utopía irrealizable que falsamente promete, sino el consciente e informado esfuerzo por materializar una totalitaria distopía genocida, encubierta tras el falso reclamo de ser una aspiración moralmente justa, para negarse a la evaluación razonable de las criminales consecuencias genocidas —en mayor o menor grado— de todos los intentos fracasados de imponerla sobre el orden social, en infinidad de lugares y tiempos.
Porque si hay un momento en que recordar todo esto es tan urgentemente necesario como ciertamente difícil —en medio del miedo y la desinformación generalizados— es el que vivimos hoy. Porque estamos ante una encrucijada de la que saldremos hacia el mayor avance o hacia el mayor retroceso imaginable de la civilización en todo el orbe.