Veíamos en la entrega anterior cómo el secreto del orden espontaneo de la sociedad civilizada es que sus resultados no han sido planeados —ni previstos— por los hombres de cuyas interacciones emergieron. El asunto, como explico Hayek en La Fatal Arrogancia, es que:
En la mayoría de los textos que podemos leer, se nos ha enseñado que el hombre se desarrolló haciéndose cada vez más inteligente, y que fue capaz de diseñar mejores reglas de conducta (…) yo afirmo que todo esto no tiene ningún sentido. El hombre no fue nunca tan inteligente o capaz de inventar morales nuevas y más efectivas. Lo que sucedió fue que la gente comenzó a experimentar con nuevos métodos y algunos de ellos tuvieron éxito (…) de tal forma que permitieron multiplicarse mucho más rápidamente a los grupos que los adoptaron, que a aquellos que no lo hicieron. Lo que dio origen a la nueva tradición moral y determinó su cambio progresivo durante los últimos 10 mil años.
Miles de años más o menos, el caso es que ante cerca de un millón de años de cierta forma de conducta de nuestra especie —cuándo y cómo entendemos que empieza a ser nuestra especie la del homo sapiens queda sujeto a los avances la paleontología— en la última decena de miles de años, poco más o menos, algo cambió. Y lo que cambió, hizo posible la evolución futura de la civilización. No porque alguien pudiera predecir —y planear— resultados, ni entonces ni ahora, de tales procesos. Sino porque el cambio representó una ventaja para que los individuos alcanzaran sus inmediatos y subjetivos fines. Y para que ciertos grupos humanos prosperasen en número y capacidades intelectuales, materiales y morales.
Que los hombres —que habían vivido como salvajes en pequeños grupos dispersos cuyas culturas apenas superaban la pre-cultura de otros primates, al menos en la escala del nuevo orden social en que finalmente evolucionarían— terminaran por cooperar pacíficamente en sociedades de gran escala fue el gran milagro humano.
Un cambio tan enorme y rápido —sin cambio alguno en la biología de la especie, ni cambios del entorno que no hubieran experimentado, de una u otra forma, sus antepasados en algún momento— dependía única y exclusivamente del que emergiese, como emergió, una moral cuyas normas abstractas permitieran al hombre primitivo llegar a cooperar pacíficamente con hombres de otras tribus sin incluirlos, ni en los usos, costumbres y prácticas —ni en ritos y creencias— ni en la moral originaria —excluyente, endiosa y xenófoba— aplicable favorablemente únicamente a su propia tribu. Lo único que lo hizo posible fue precisamente que no sabían, ni podían imaginar, el resultado de largo plazo. Uno que les habría asombrado y atemorizado.
Sin aquello hubiese sido imposible la escalada espontanea de magnitud y complejidad del orden social. El orden tribal originario depende de una común escala de fines colectivos. Como Hayek explica:
…se acusa a la Gran Sociedad y al sistema de mercado de carecer de una pactada escala de objetivos (…) Tal carencia, sin embargo, más que defecto, constituye su más destacado mérito, puesto que da origen a la libertad individual y a todos sus valores anejos…
Un hecho que ya he tratado antes en esta columna, y trataré nuevamente a futuro, porque siempre hay más que decir al respecto, es que la solución moral tribal primitiva respecto a extraños a la tribu no puede ser sino la xenofobia. Y su consecuencia “benévola” la indiferencia despectiva, en tanto la malévola será la violencia. Como explica Julio Cesar de León Barbero:
…la violencia inherente al espíritu tribal. Parece una contradicción, dado el énfasis que la tradición comunitaria hace en el amor, la mutua identificación, la solidaridad y el interés por el otro. No. No hay contradicción sino una total congruencia. Veamos. El amor y la solidaridad no pueden sino posibilitarse únicamente en relaciones cara a cara, íntimas, personales. Vale decir, hacia el interior del intra grupo y las relaciones con los pares. Pero estos mismos sentimientos hacen que el hombre tribal sea desconfiado de todo lo que es ajeno a su grupo. Lo que es peor, que considere una auténtica amenaza la simple existencia de otros individuos o tribus, por lo que hacia el exterior se manifiesta, de hecho, desconfianza, recelos, enemistad y, en último término, violencia.
El asunto, sin embargo, es que hemos aprendido a pensar como la filosofía clásica: cosmos y taxis, nada en medio. Evolución natural y planificación humana, nada en medio. Imaginamos que las tribus nómadas se asentaron en aldeas porque lo planearon a fines previstos y conocidos. Que algunas de esas aldeas crecieron hasta ser ciudades porque alguien lo planeo y convenció, de una u otra forma, al resto. Pero el hombre primero llegó a vivir, poco a poco, en aldeas y luego notó que era diferente al nómada. Y primero se vio rodeado de algo que eventualmente llamó ciudad, antes de notar que los aldeanos y los citadinos se habían tornado diferentes en usos, costumbres y mucho más, incluso compartiendo la misma cultura.
Necesitamos comprender que la clave de lo que somos ya, de lo más y mejor que pudiéramos ser mañana para bien, o de lo mucho menos —pocos y miserables— que pudiéramos volver a ser —como en la noche de los tiempos— pasa porque terminemos, o no, de entender que el único orden social conocido en que florece la libertad, prosperidad y la propia razón humana no es producto de ésta última. Es producto “de la acción mas no de la voluntad humana” porque sin comprenderlo jamás seremos capaces de reconciliar nuestra razón con la realidad del orden social del que depende, de una parte la única posibilidad de libertad y prosperidad humana real, y de la otra la supervivencia de la humanidad, al menos en los enormes números —y largas vidas— en que la civilización nos permite existir y prosperar.