Chile fue, hasta hace poco menos de un año, un milagro económico, político, social e institucional hispanoamericano. Pasó de una sociedad destruida por el socialismo revolucionario. Luego reducida a la dictadura que lo derrotó. A ser una de dos únicas Repúblicas del subcontinente con Estado de Derecho, juego político civilizado y avanzada institucionalidad. En economía, Chile estaba a las puertas del mundo desarrollado. Era la realidad hace menos de un año. Hoy es una tragedia que empieza disfrazada de esperanza.
La realidad
El avance favoreció a casi toda la población. En 1982 el 27 % tenía televisor. En 2014 el 97 %. Los refrigeradores crecieron del 49 % al 96 % de los hogares. Lavadoras del 35 % al 93 %. Automóviles del 18 % al 48 %. Esperanza de vida de 69 a 79 años. El hacinamiento en viviendas cayó del 56 % al 17 %.
La clase media —definida por criterios del Banco Mundial— pasó del 23,7 % en 1990 al 64,3% en 2015. La pobreza extrema cayó de 34,5 % a 2,5 %. El acceso a educación superior se quintuplicó. Para al quintil más bajo se octuplicó. De 1990 a 2015 los ingresos del 10 % más rico crecieron 30%. Los del 10 % más pobre 145 %. La desigualdad de ingresos del 10 % más rico en relación con el 40 % más pobre —índice Palma— se redujo de 3.58 a 2.78. La OCDE en 2017 concluyó en informe técnico que Chile presentaba más movilidad social ascendente que cualquier otro país miembro.
En institucionalidad, la hazaña incluyó reformar la constitución a la medida de una dictadura —surgida como reacción, reclamada en su momento por el Legislativo, al intento de imponer desde el Ejecutivo un totalitarismo socialista— hasta la constitución de una República democrática. La “constitución de Pinochet” gran bandera emocional de la ultraizquierda chilena —y sus redes de aliados foráneos— había desaparecido con las reformas.
El mito y la mentira
Göbbels jamás dijo “una mentira mil veces repetida se convierte en verdad” pero eso resume lo que dijo —y aplicó— sobre desinformación, propaganda y adoctrinamiento. Cercano en teoría y practicas del Agitpro y adoctrinamiento soviéticos, presentes en versión revisada —actualizada para destrucción del postsoviético capitalismo triunfante— del neomarxismo de Frankfurt.
El economista chileno Axel Kaiser —quien hace más de una década advertía que la ultraizquierda, y sus tontos útiles, estaban desplazando con sus mitos la realidad de la mente de los chilenos— hoy lo explica en términos psicológicos. Tiene razón, pero prefiero una explicación más amplia. Un contexto de causas del fenómeno psicológico.
El mito, anclado no en una sino muchas mentiras —no mil, sino infinitas veces repetidas– es la clave. Chile retornó a mitos del resentimiento envidioso hispanoamericano ante el éxito de los EE. UU. y el fracaso propio –que explicó en el siglo pasado Carlos Rangel en Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario—. Éxito y fracaso rara vez estudiados —desde nuestro fracaso— profundizando las causas reales de ambos, sino mitificado por intelectuales y políticos como vía al poder al coste —para la población— de profundizar el fracaso creando más pobreza.
Chile, como alguna vez Argentina, Cuba y Venezuela —cada país a su manera— a puertas del desarrollo da vuelta y retrocede. En Chile, el mito incluye negar su progreso en todos los campos, clamando contra la desigualdad.
Anclado en el mito hispanoamericano de siempre el nuevo mito chileno es una larga lista de absurdos y falacias por diagnostico, unida a otra larga lista de exigencias imposibles. Rebelión contra la realidad, ya desplazada por mitos en mente y corazón de tres cuartos de los chilenos. E incluye negar causas y efectos económicos reales bien conocidos. Negar la realidad es la definición de locura. Y es locura colectiva la chilena. Un moderado izquierdista —conocedor del ABC de economía, aunque emocionalmente lo olvide— me decía que en Chile deben llegar a un nuevo equilibrio entre progreso económico y aspiraciones sociales.
Así suena bien. Pero esas aspiraciones sociales —posicionadas por la ultraizquierda y sus tontos útiles del socialismo en sentido amplio y la “derechita cobarde”—son, no solo imposibles hoy, sino garantía causal indiscutible de destrucción de las bases de una prosperidad económica que de haber continuado sí hubiera posibilitado a futuro cercano las menos absurdas.
Lo que los chilenos —o tres cuartos de ellos— creen hoy, es que pueden obtener, con solo decretarlo en su nueva constitución, todo lo que Estados del Bienestar como Suecia o Nueva Zelanda dan a sus poblaciones. Es la agenda de una ultraizquierda que ve —aunque se empeñen los tontos útiles en negarlo— hacia Venezuela y Cuba, mientras habla de Nueva Zelanda y Suecia.
No pueden alcanzarlos hoy. Pero los desean por agitpro de una ultraizquierda especializada en mentiras, violencia real y falsa negociación. Leamos a sus teóricos, Gilles Deleuze “El terror y la crisis son, ante todo, maneras de gobernar” y Felix Guattari para quién la política “se convierte en revolucionaria desde el momento en que vincula toda transformación social a una transformación en la economía del deseo” recordando cómo empezó y creció el incendio, cuando idiotas convencieron a ingenuos de las mentiras de malvados. Malvados que intencionalmente exigen imposibles.
Que saben que pese a sus grandes avances, Chile todavía no iguala capital por habitante, ética laboral, estabilidad política, solidez institucional y avanzada economía de libre mercado desarrollada de Suecia o Nueva Zelanda.
Chile comparado con su propio pasado mostraba progreso en todo. Tenía el mejor sistema de pensiones por capitalización individual de Hispanoamérica —entre los mejores del mundo— hoy condenado por una mayoría deseosa de imposibles. Tenía logros económicos y sociales impresionantes y estaba en las puertas del desarrollo. Pero no las había traspasado.
Comparado con su propio pasado su éxito sostenido garantizaba el mejor futuro. Todo eso terminó. Entró en rebelión contra la realidad y de eso únicamente obtendrán un retroceso indetenible que puede llevarlos fácilmente a lo peor. Esa es la realidad. Y revelarse contra la realidad es una locura que conduce a la destrucción.
Nos guste o no.