Quienes se burlan en Hispanoamérica de los que se informan sobre la política de los EE. UU. desarrollando simpatías y antipatías por unos u otros políticos del norte —son, por lo demás, intelectuales y políticos emocionalmente izquierdistas con un profundo y envidioso resentimiento anti-yankee— que suelen ser también —consciente e inconscientemente— agentes de desinformación y propaganda al servicio ideológico de todo lo que nos hunde en la miseria y el fracaso. Y también idiotas, porque la influencia de Washington en Hispanoamérica es un hecho. Un hecho que importa.
La realidad geopolítica
Que los hispanoamericanos no votemos en las elecciones de los EE. UU. —aunque los hispanos de EE. UU., casi todos de origen hispanoamericano, son ya la mayor minoría ahí, y votan— no excluye que nos preocupemos de los resultados.
Tanto como nos podríamos —y deberíamos— preocupar de la política en Beijing donde nadie fuera de la cúpula socialista elige gobernantes. Quién y cómo dirija la política exterior —y comercial— de las dos superpotencias del presente, importa a todo el mundo.
Importa casi tanto como quién y cómo nos gobiernen, en nuestras propias naciones. De hecho, un desafío crítico para nuestros gobernantes son las relaciones con esas dos superpotencias. La influencia China en Hispanoamérica ya es grande.
Y la de los EE. UU. —primera potencia global y única potencia real del hemisferio— es determinante, para bien o para mal. Y que sea para bien o mal, depende más de como se relacionan con el norte las élites locales, que del propio Washington.
Nuestros propios errores
Nuestras élites locales —políticas, intelectuales y mercantiles— son mayormente torpes ante la realidad del poder estadounidense El resentido antiyankismo envidioso —que bien explico Carlos Rangel en sus indispensables libros Del buen salvaje al buen revolucionario y El tercermundismo— no es monopolio de la izquierda.
Es un profundo resentimiento que comparte la mal llamada “derecha” mercantilista tradicional. Y admitamos que toca incluso a más de un liberal para entender que es una causa determinante de nuestras recurrentes tragedias.
El poder y la influencia de Washington es la excusa universal de los fracasos iberoamericanos. Libera a nuestros políticos —de izquierda y “derecha”— de responsabilidad por los efectos de sus errores y corruptelas. Y libera al grueso de nuestra intelectualidad del esfuerzo de examinar a la luz de las mejores teorías los problemas de nuestras sociedades.
Es la puerta de entrada al reino del mito. Y el refugio para insistir, una y otra vez, en las mismas —siempre mal disfrazadas— causas de los fracasos pasados y presentes. ¿Hay acaso mejor definición de locura —y de estupidez— que hacer una y otra vez lo mismo esperando siempre el resultado opuesto al que, una y otra vez, obtenemos?.
Y sin embargo, Washington importa
El asunto de las responsabilidades —que suelen ser irresponsabilidades— de nuestras élites políticas, intelectuales y mercantiles también importa. Es vital pero nos negamos —las mayorías al menos— tercamente a verlo como lo que realmente es. En todo caso, en cualquier relación entre partes, las dos importan, pero entre el poder y la debilidad la parte poderosa es generalmente la más importante.
Washington importa —porque nos afecta— para bien o para mal. Y lo que pase ahora definirá el futuro más incluso que en otras circunstancias.
La realidad política del sur del Río Grande es que en medio de una serie de derrotas —de Argentina y Brasil a Uruguay y finalmente Bolivia— el Foro de Sao Paulo FSP, dirigido desde la Habana, se aferró a lo que le quedaba. Y a las ventajas que obtuvo de la política pro-izquierdista de la administración Obama en la región —distensión con la Habana, acuerdo Santos-FARC y avance de la ultraizquierda en Centroamérica— para resistir el movimiento pendular, y la nueva política anticastrista —y anti socialista— de la administración Trump.
Con su victoria sobre México se relanza el Foro de Sao Paulo con el Grupo de Puebla FSP-GP retomando primero Argentina. Y recientemente Bolivia. Desestabilizando Chile con agitación subversiva y terrorismo de mediana intensidad en una revolución nuclear disipada.
Estrategia neomarxista de Frankfurt. Estrategia que aplican incluso a los EE. UU. impulsando desde la subversión callejera incendiaria —en la coyuntura de la pandemia del virus chino— una candidatura demócrata que es el caballo de Troya de la ultraizquierda estadounidense.
El Departamento de Estado de Hilary Clinton, pero con esteroides
La administración Obama impulsó a la ultraizquierda de EE. UU. a alturas inimaginables. Y lanzó una política complaciente de salvavidas para La Habana, cuando el socialismo impuesto a Venezuela —por sus agentes locales, inicialmente electos democráticamente— destruía la economía venezolana al grado de debilitar los enormes subsidios a Cuba —y sus aliados regionales— que habían financiado la primera expansión continental del Foro de Sao Paulo.
Bajo Hilary Clinton, el Departamento de Estado aplicó en Centroamérica en general —y en Guatemala en particular— una alianza con la elegante ultraizquierda enquistada en organismos multilaterales para experimentar —con el Departamento de Estado estadounidense como soporte— una agenda de toma del poder judicial, persecución política contra quienes había derrotado militarmente a las guerrillas izquierdistas, y reorganización política de las antiguas guerrillas mediante privilegiadas cuotas de poder e influencia, sin pagar por su crimines, ni pasarse por la molestia de ganar elecciones.
Estuvo peligrosamente cerca de llevarlos al poder un fallido golpe postmoderno en Guatemala, aunque no llegó a tanto. Pero ahí experimentaron lo que luego aplicaron contra Colombia. Lo que repetirán a mucha mayor magnitud y escala, en diversos grados y formas —adaptándose a las peculiaridades de cada caso— en todo el sub-continente, si el caballo de Troya que es Biden eleva al poder en Washington a la nueva izquierda radical que ha tomado control del partido demócrata. Eso y no otra cosa es lo que está en juego para Hispanoamérica en las elecciones estadounidenses de noviembre. Nos guste o no.