Hace mucho tiempo, en una isla muy lejana, había un volcán que otrora hizo valles fértiles.
También un arrecife de coral. Y entre el arrecife y el océano una laguna, llena de peces. Y alimento más abundante en las casi infinitas conchas de los peligrosos acantilados abiertos al océano.
Los primeros isleños llegaron con tubérculos para cultivar, aves de corral y pequeños cerdos para criar. La mayoría ocuparon los valles y fueron campesinos.
Unos pocos se establecieron en la laguna para vivir de la pesca. Al resto le quedaron los peligrosos acantilados y sus conchas. Tenían jefes de clanes, guerreros, sabios y sacerdotes que vivían de los tributos.
Los de la laguna eran pobres, los de los acantilados más pobres. Los únicos pobres que eran pocos, y despreciados por campesinos que creían que únicamente cosechar y criar era trabajo, afirmaban que los peces y conchas eran de todos, y que pedir a cambio eso algo era robar.
Creían campesinos y guerreros, jefes y sacerdotes que los dioses hicieron a los hombres iguales, y cuando alguno tenía más que otro, lo había robado con hechicería.
Los pobres de los acantilados, construyendo puentes y muelles para llegar sin peligro a las conchas, descubrieron como “cultivarlas” en sus estructuras. Construyeron pontones para eso.
Tuvieron más conchas para cambiar por los productos de campesinos y pescadores. Y prosperaron. Separaron conchas hermosas para crear collares y pulseras. Y prosperaron más.
Los de la laguna, inspirados por los de los acantilados, criaron más y más peces en grandes jaulas. Y prosperaron.
Los de la laguna y los acantilados construyeron grandes canoas para comerciar a distancia con otras islas. Todos tenían más alimentos y más bienes de todo tipo. Pero la mayoría se ofendió por la desigualdad hechicera.
Muy ofendidos estaban los jefes de los clanes, los sacerdotes, y algunos sabios. Odiaban la nueva riqueza de quienes producían más comida. Y comerciaban.
Clamaban contra la desigualdad que, decían, ofendía a dioses y hombres. Las conchas muertas, decían también, no son arena futura, sino veneno presente en tierra y mar.
Conchas, riqueza y comercio ofenden a dioses y hombres gritaban. Gritos que aplaudían los ahora envidiosos campesinos. Y ciertamente, había más desigualdad.
Los pobres de ayer se hicieron ricos. Más ricos de lo que alguna vez fueron los ricos de ayer. Los que ayer vivían en pequeñas chozas, ahora construían cabañas más grandes que las de los campesinos, y más grandes que las de los jefes, sacerdotes, sabios y guerreros.
Y las más grandes canoas, nunca antes vistas, con velas para comerciar con las más lejanas islas. Traían variados productos desconocidos en la isla, haciendo mejor la vida de todos.
Pero los envidiosos no podían soportar que lo que hacía mejor su propia vida, hiciera también la riqueza de las gentes de las rocas y la laguna.
Cada vez más gentes gritaban que la nueva riqueza ofendía a dioses y hombres. Que cultivar conchas y criar peces envenenaba a la tierra y al océano. Que comerciar era robar. Pocos sacerdotes y sabios razonaban que nada de malo había en aquello.
Que lo que traía más comida era una bendición de los dioses. Y la nueva riqueza de los que la producían, la mejor señal de su favor. Y que el comercio con otras islas era igual a cambiar peces y conchas por cultivos en la misma isla.
Hasta que el volcán comenzó a humear. Aparecieron manantiales de aguas hirvientes y gases que sí envenenaban la tierra. Los sabios y sacerdotes que habían defendido a los de los acantilados y la laguna, fueron silenciados por jefes y guerreros.
Y asesinados por otros sabios y sacerdotes ofendidos por sus palabras. Los que producían la gran riqueza de la isla eran odiados, robados e incluso asesinados. Y muchos dejaron la isla en sus grandes canoas.
Los jefes cargaron a los que quedaban de nuevos y cada vez mayores tributos. Seguían produciendo más de dos tercios de los alimentos. Y despertando la envidia de los resentidos por la terrible explotación hechicera que decían padecer. Aunque sus vidas eran mejores que nunca antes.
Sus pobres productos más demandados. Y disfrutaban de bienes que antes ni sabían que existían.
Un día, los jefes reunieron a sus guerreros y atacaron salvajemente a los de las rocas y la laguna, destruyeron sus pontones, puentes, muelles, jaulas de peces, grandes canoas y grandes cabañas.
Quemaron, saquearon, mataron, violaron y destruyeron todo a su paso hasta exterminarlos. Tras su salvaje y muy aplaudida revolución de la gran igualdad, pronto reinó la hambruna, más de dos tercios de los alimentos habían desaparecido.
Ya no había forma de producir lo que los de los acantilados y la laguna producían. Ya no había grandes canoas para salir de la isla. Y los que sabían construirlas estaban muertos. Los ayer felices asesinos, ahora hambrientos y desesperados, se atacaron unos a otros.
Saquearon, incendiaron y destruyeron cabañas, cosechas, ganado e incluso bosques. Hambrientos y desesperados se mataban y comían unos a otros. Y lo que no destruían ellos, lo destruían las aguas ardientes y los gases venenosos del volcán, extendiéndose por la isla.
Aunque para calmar la furia del volcán, que atribuían a la maldad, hechicería y venenos de los que exterminaron, le ofrecían más y más sacrificios humanos.
Hasta que el último sabio verdadero les dijo: El volcán nunca estuvo ofendido por los de los acantilados y la laguna. Y no se detendrá por sus sacrificios.
Todos moriremos porque su feroz envidia y salvaje estupidez nos han condenado. No hay suficientes alimentos para sobrevivir. Ni forma de producirlos ya. No hay grandes canoas para huir. Ni forma de construirlas ya.
Nos matará el hambre. O el volcán.
Tras asesinarlo y comerlo murieron todos, tal y como predijo. Y en el infierno fueron perfectamente iguales, sufriendo eternamente la misma miseria y desesperación que habían desatado sobre la tierra en su revolución de la gran igualdad.