Raza es un concepto vacuo que carece de significado preciso en la realidad biológica de la especie humana. La raza, como quiera que se la intente definir, termina por reducirse a un conjunto de mitos que se estrellan una y otra vez con la realidad de lo que define biológicamente a una especie. En términos simples, se trata de diferencias de fenotipo por la adaptación de largo plazo al entorno climático. Luego arbitrariamente asociadas a diferencias culturales en una especie civilizada, tratamos con diferencias que no llegan jamás a configurar distancias “raciales” del potencial individual —ni siquiera en términos estadísticos— del tipo que pretenden las muchas —y hoy en día muy sutiles— teorías racistas. Tan sutiles como para reformular su racismo como falaz anti-racismo.
El racismo, como cualquier creencia mítica, es inmune a los hechos pues la clave de cualquier racismo es una creencia fuertemente anclada en la irracional emocionalidad de los fanáticos creyentes, una de la que depende desde su autoestima e identidad, hasta la justificación emocional de sus inferioridades y fracasos. El racismo siempre ha sido un componente importante de cualquier aspiración totalitaria, abierta o veladamente, porque el racismo se ancla en un atavismo ancestral poderoso del que en algún momento dependió la supervivencia de los grupos humanos más primitivos. El atavismo de la xenofobia ancestral.
Colectivismo, envidia y xenofobia
El hombre primitivo fue una criatura envidiosa, xenófoba y profundamente colectivista que carecía de lo que en la conciencia del hombre civilizado llegará a ser la noción profunda de individualidad. Mucho de aquello subsiste emocionalmente dentro de cada hombre civilizado, apenas contenido por la moral impersonal de la propia civilización. De ahí que todos los reclamos ideológicos de retorno la primitiva moral ancestral de la tribu —entendiendo por tribu al minúsculo grupo humano más primitivo posible de las etapas más tempranas de la nuestra especie— al ser articulados como ideologías inconsistentes y antisociales en el marco de la civilización, tiendan naturalmente a confluir en batiburrillos mediante los que el fanatismo supera —por la falaz creencia— tanto las contradicciones de esos constructos ideológicos con la realidad, como de unos con otros. En esencia, se trata del imposible retorno a la tribu y en tal sentido de un profundo rechazo por la civilización, que suele hacerse pasar por falsa promesa de igualdad y felicidad universal.
La clave de toda ideología colectivista son los atavismos ancestrales, en ellos se fundamentan emocionalmente y a ellos se reducen finalmente. El resto son capas infinitas y variopintas de mentiras con más o menos complejidad, muchas contradicciones y notable atractivo retórico emocional. Los atavismos ancestrales más obvios son la envidia y la xenofobia, en la primera se ancla todo socialismo y en la segunda todo racismo. Que tiendan a confluir siempre de una u otra forma deja de sorprender cuando se entiende que su fin último es el mismo, el retorno a la tribu.
De la realidad a la tontería
Globalismo es un término infeliz pero cualquiera que se usaré para sustituirlo llegaría finalmente a ser no menos infeliz. Cualquier fenómeno complejo que surja en el orden espontaneo de la cultura será sobre-simplificado y mitificado en más de una forma. Eso y no otra cosa son las hoy llamadas teorías de la conspiración, mitos que pretenden explicar aquello que por su complejidad es difícil de comprender; míticas o legendarias, van desde la caricatura absurda de la realidad ideológica del globalismo a su atribución a un centro secreto manejado por inmortales reptiles extraterrestres, o cualquier cosa por el estilo. Tales absurdos son paradójicamente útiles a quienes si tienen entre sus fines mucho que mantener oculto, no por falsas conspiraciones absurdas, sino porque operan corriendo lentamente la ventana Overton para imponer mediante la hegemonía cultural aquello que jamás emergería por sí mismo en el orden espontáneo de la civilización por selección adaptativa. Las malas ideas, aquellas de las que únicamente se pueden esperar los peores resultados, pueden prevalecer cuando grupos que creen en ellas, y que encuentran formas de obtener de ellas beneficios concentrados propios al coste ajeno del creciente daño disperso que harán a todos los demás, se organizan y actúan a largo plazo.
Globalismo vs. globalización
Globalización no es otra cosa que la expansión de los mercados de intercambio al escenario global, asunto que depende tanto del desarrollo de tecnologías de comunicación y transporte que lo hagan materialmente posible, como de un marco jurídico que asegure la propiedad privada y los contratos en todos los mercados. En la práctica el mundo jamás ha llegado al estadio de un mercado global, pese a que desde finales de siglo XIX era tecnológicamente posible y varios siglos antes venía desarrollándose esa escala de intercambio y especialización crecientes, simplemente no hemos llegado jamás al tener las condiciones jurídicas y políticas necesarias. Diferentes culturas, regiones y países se aproximan o se alejan de aquellas condiciones, con lo que se desarrollan y prosperan o se hunden en el subdesarrollo y la pobreza.
Globalismo es otra cosa, es la aspiración de imponer una forma de socialismo transnacional profundamente empobrecedor en clave de neo-marxismo maltusiano. Es una agenda ideológica y política dúctil, compleja y en variación constante que se inventa nuevos, múltiples y arbitrarios “proletariados” para definir a su vez infinitas y más arbitrarias que nunca antes “clases enemigas” a ser expoliadas primero y exterminadas finalmente. Y empeñarse en que sería finalmente otra cosa, no pasa de ser una perfecta idiotez. La gran novedad del globalismo —además de las ideológicas del neo marxismo de Frankfurt— está en su clara aspiración imperial supranacional sin un centro nacional propio.