Veíamos en la entrega anterior que la optimista ingenuidad occidental ante el totalitarismo chino se inicia con la adopción de soluciones económicas capitalistas restringidas que alcanzaron a sacar de la pobreza a cientos de millones. Pero bajo Deng Xiaoping, el nuevo liderazgo del totalitarismo socialista chino, tenían en claro que no permitirían la democracia política –y mucho menos el Estado de Derecho–. Entendían su objetivo de largo plazo y los peligros –para su poder– del complejo camino que empezaba. No olvidemos que la China de la que hablamos resultó de la guerra entre el totalitarismo de Mao Zedong y el autoritarismo de Chiang Kaishek.
Dos Chinas
Tras la derrota militar de Japón por los Estados Unidos, Mao –con ilimitado apoyo soviético– ganó la guerra civil e inició un genocida totalitarismo socialista que hizo de la china roja una economía subdesarrollada y abrumadoramente pobre, pero con armas nucleares propias. Chiang retrocedió al archipiélago de Formosa y atrincherado ahí, estableció una dictadura autoritaria nacionalista. El continente fue del gran salto adelante a la revolución cultural. Taiwán pasó del mercantilismo intervencionista a la economía de libre mercado, de la corrupción al Estado de Derecho y la dictadura autoritaria a la democracia republicana. Hoy es uno de los países más ricos de Asia.
Taiwán sigue independiente y próspero –y enfrentó la pandemia del virus chino, antes y mejor que la China totalitaria en que se originó– porque los taiwaneses entienden a su enemigo y se entienden a sí mismos. La mayor parte del mundo, no obstante (y empezando por la ONU ayer y la OMS hoy) les dio la espalda en favor de la China roja, cuando el amor del socialismo en sentido amplio por Mao (cruel genocida de su propio pueblo todavía reverenciado en la República Popular China) confluyeron con grandes oportunidades de negocio en la nueva china de Deng. También conoce al totalitarismo Hong Kong, no independiente sino autónomo. Hoy está aferrado a su economía de mercado y al Estado de Derecho –y a la cultura e idioma cantonés– ante un Beijing que incumple los acuerdos con el Reino Unido.
Los ratones del camarada Deng
El totalitarismo del partido de Mao, después de él, no podía evolucionar como el autoritarismo del partido de Chiang después de su muerte, por mucho que apliquen soluciones capitalistas limitadas a sus problemas de mediano y largo plazo. Los ratones que debía cazar el gato, sin importar su color, no eran prosperidad del pueblo –eso lo veían como medio de otros fines– sino el poder del Partido y el Estado. Se trataba de eludir un colapso como el soviético y alcanzar el sueño de elevarse como una superpotencia de proyección global. Eso era imposible con la insignificante economía y los delirios genocidas de Mao. Y fue eso, el delirio maoísta y lo que ya había fracasado en la Unión soviética, lo que Deng descartó para adoptar un conjunto de soluciones capitalistas restringidas, más cercanas al tipo de economía del nacional socialismo alemán que a la del socialismo soviético. Deng no tenía admiración alguna por el nacionalsocialismo alemán. No hay teoría racial en el totalitarismo chino, aunque sigue en pie buena parte de la sociedad socialista de castas cerradas que estableció Mao. De Deng en adelante, el maoísmo fue materialmente reemplazado por una nueva ideología oficial, síntesis de seudoconfusionismo con marxismo en clave de armonía social mediante la obediencia activa. A eso, se suman nuevas prácticas en las que la propiedad privada, la empresa, la inversión y el desarrollo profesional –o el tener un pasaporte y usarlo para viajar al extranjero– son privilegios que se otorgan por la cercanía al poder y la lealtad activa a su ideología, que es a su vez medida día a día por sofisticadas nuevas herramientas digitales para de control social.
Entre el gran hermano y un mundo feliz
Una amalgama entre las distopías de Orwell y Huxley se aproximaría mucho a la realidad digital del control social totalitario de Beijing. Es el control social más sutil y eficiente que el mundo ha conocido, porque pueden confiar en su tecnototalitarismo para el control social, mediante nuevas herramientas digitales. Así, se pueden atrever a una apertura económica del grado que ningún totalitarismo pasado habría podido mantener bajo control. Tienen empresas privadas al servicio del plan estatal, los grandes empresarios son miembros del partido, y las actividades empresariales y profesionales limitadas a los “leales”, moneda inconvertible manipulada para favorecer exportaciones, banca pública y gran parte la economía bajo el férreo control del Estado. Y no han caído en la tentación del control de precios a la que no pudieron escapar los nacionalsocialistas alemanes.
Es la quimera de una economía más o menos capitalista como exitosa base material de un feroz totalitarismo socialista que no ha renunciado al completo control social. Una quimera que a largo plazo también resultará insostenible, pero aparentará serlo por mucho tiempo. Su delicado equilibrio interno –y reflejos totalitarios– nos ponen ante una superpotencia totalitaria soportada en una economía mucho mayor –y menos ineficiente– que la soviética. Esta superpotencia totalitaria está ampliamente integrada en la dinámica comercial y financiera del capitalismo globalizado, aprovechando las ventajas de su clasificación como país subdesarrollado para manipular las reglas del comercio internacional con un grado de intervencionismo y manipulación de su divisa que a ninguna economía de esa escala se le permitiría en el frágil sistema monetario internacional actual.
El totalitarismo de la superpotencia oriental es una amenaza poderosa y sutil que no quisimos ver a tiempo. Al menos no hasta que nos puso ante una pandemia que se extendió por el mundo producto de los vicios políticos inseparables del totalitarismo socialista, desinformación, censura y difusión de información falsa para ocultar errores y debilidades. Hicieron uso, además, del control de daños mediante tontos útiles y agentes ideológicos afines en todo el mundo, cuando la verdad se les viene encima. Es la realidad, nos guste o no, del totalitarismo chino con el que comerciamos tan intensamente todos.