Es fácil demostrar por qué la fatal arrogancia del socialismo como error de hecho sobre la realidad del orden social civilizado, parte de un error un más básico: el de admitir inconscientemente los llamados de la moral atávica como reclamos de justicia, cuando nada hay finalmente más injusto y arbitrario que la moral atávica (por ello los intentos de aplicarla a la sociedad extensa solo producen destrucción material y moral). Igual de claro nos queda que normas generales, abstractas y consuetudinarias se fundamentan en la moral superior de la sociedad extensa; en tanto que la normatividad positivista, discriminatoria y voluntarista que prevalece en la actual legislación se retrotrae a los atávicos llamados de la moral tribal.
La gratificación emocional y la seguridad que promete ilusoriamente la absurda idea de reconstruir la sociedad extensa mediante un constructivismo racionalista arrogantemente ignorante de la naturaleza y complejidad de la información necesaria, paradójicamente anclada en el atavismo moral –que debemos repetir, es compartido inconscientemente por muchos liberales– es tan amplia como irracionalmente sentida por el hombre contemporáneo, debido a los cientos de miles de años que nuestros antepasado vivieron bajo tal orden moral. Y eso nos dejaría ante la impresión que nuestras únicas alternativas consisten en quedamos atrapados en un emocionalmente gratificante orden social reducido de relaciones personales y supuesta hermandad amorosa, condenándonos a perder todos los frutos de la civilización y su consecuente capacidad de mantener con vida a la humanidad en números superiores a los de la población humana del paleolítico, o bien avanzar hacia un orden amplio de cooperación, reglas impersonales, abstractas e iguales para todos, que garantiza mediante la libertad de acción y la estabilidad de la propiedad, la generación de riqueza y prosperidad creciente, al costo de renunciar cada vez más a las antiguas seguridades y criterios tribales.
Así, lo que permite la apropiación de la moral por la intelectualidad socialista en sentido amplio, justifica y racionaliza moralmente los crímenes genocidas del totalitarismo socialista y empuja a los liberales mismos a adoptar inconsciente e irresponsablemente los criterios de una moral primitiva impracticable en la sociedad extensa, en lugar de una moral superior civilizada, que es, según Hayek:
“Este conflicto entre lo que los hombres todavía emotivamente sienten y la disciplina de unas normas imprescindibles a la sociedad abierta es ciertamente una de las causas fundamentales de lo que se ha dado en llamar la ‘fragilidad de la libertad’: todo intento de modelar la gran sociedad a imagen y semejanza del pequeño grupo familiar, o de convertirla en una comunidad en la que los individuos se vean obligados a perseguir idénticos fines claramente perceptibles, conduce irremediablemente a la sociedad totalitaria”.
Y sin embargo, la solución no es el de desterrar la moral tribal de la faz de la tierra y someter toda interacción humana a la moral civilizada, entre otras cosas porque sería una pretensión de ingeniería social constructivista imposible de imponer sobre la evolución espontánea del orden intersubjetivo extenso. Eso es simplemente imposible porque carecemos de la información necesaria, debido a la naturaleza dispersa, subjetiva, circunstancial, intransmisible e incluso efímera de la misma, pero también porque los individuos que cooperan impersonalmente en la sociedad extensa requieren para su supervivencia y desarrollo de órdenes tribales en los que prevale en cierto sentido la moral primitiva entre los propios miembros, pero limitados a ámbitos muy específicos y subsumidos dentro de la normatividad impersonal del orden extenso.
Lo que sí es posible reconstruir a la luz de la teoría del orden espontáneo en el orden moral, es nuestra interpretación de una ley natural como fuente de normatividad moral y de derecho deducibles de la propia naturaleza humana. Ni la naturaleza humana, ni la ley natural de ella deducida son a esta luz eternas e inmutables, pero tampoco históricas o racionales. Para la velocidad relativa del la evolución social, la evolución biológica nos da una naturaleza aparentemente inmutable en la categoría de la especie, pero para la escala temporal de la evolución del individuo —clave de los propios fenómenos intersubjetivos agregados, generacional e intergeneracionalmente— es la tradición secular lo puede ser entendido como aparentemente inmutable, y sujeto más a interpretación que a reconstrucción. Que a largo de tal reinterpretación legítima, de naturaleza mayormente casuística, surgirán tradiciones completamente nuevas —particularmente cuando en la tradición se admite la tolerancia con la experimentación moral que resulta del ejercicio real del derecho a la búsqueda de la felicidad; o, en otras palabras, al libre desarrollo de la personalidad individual dentro de las normas generales e impersonales de la sociedad extensa, en lugar de la asfixiante calidez del microcosmos y su absoluta intolerancia con toda originalidad, novedad o diferencia destacable— lo que nos revela es que dicho proceso necesariamente es parte de la experimentación evolutiva intergeneracional a largo plazo, pero también que tiene sus propios tiempos.
El problema pues se reduce a que someter el orden praxeológico de la civilización al orden teleológico de la tribu garantizaría la destrucción de la civilización, y con ella de la moral universal abstracta —la noción misma de justicia retributiva— y todos sus logros materiales, intelectuales y artísticos; en tanto que someter al orden teleológico tribal a la praxeología moral de la ley natural evolutiva de la civilización implica, no sólo la supervivencia de los mejores aspectos de tal orden, sino su evolución dentro del marco de la sociedad extensa, que no podría existir sin subsumir en sí a los órdenes teleológicos tradicionales familiares y comunales, e incluso desarrollar otros nuevos de similar naturaleza. Como he apuntado más de una vez, la civilización empieza con y finalmente es poco más que la sustitución de la xenofobia tribal, con su violencia y aislamiento, por el orden intersubjetivo extenso de la división del trabajo y el intercambio a escala creciente.