En Venezuela, desde principios del siglo XX, el común de políticos e intelectuales creyeron que el petróleo en el subsuelo y el socialismo como importación ideológica de última moda, serían las claves de un futuro promisorio. El futuro llegó y socialismo mediante es de escasez hiperinflacionaria en una sociedad pobre, improductiva, violenta y políticamente conflictiva. Pero seguimos políticamente anclados en una u otra versión al inviable socialismo. Y buena parte de nuestros políticos e intelectuales siguen confiando en hacerlo funcionar con la varita mágica de las mayores reservas petroleras del planeta. Son reservas que de poco sirven cuando la capacidad de producción de la industria llega a mínimos históricos y su atraso en tecnología y gestión es el resultado obvio de la radicalización socialista. Sobre esas grandes reservas el socialismo nos condujo a la escasez creciente y recurrente de gasolina.
Hace tiempo que tropezábamos en la misma piedra. El antes enorme ingreso petrolero permitió aumentar el gasto de los gobernantes y la democracia lo concentró en lo que diera más votos, privilegios para minorías mercantilistas dependientes del poder, y un pesimamente dirigido y ampliamente politizado gasto social para mayorías también dependientes del poder político: gobernantes y gobernados dependiendo de la renta petrolera controlada por el Estado.
Si el precio del crudo baja habría que recortar el gasto, pero el gasto público tiene dolientes que votan y se organizar para influir políticamente. Es fácil subirlo pero casi imposible bajarlo. El resultado recurrente fue endeudamiento, déficit, devaluación e inflación para cubrir la diferencia, problema que el difunto caudillo del chavismo denominó “la botija”; botija petrolera rebosante por altos precios del crudo y gastaba a manos llenas, botija vacía con la caída de los precios e igual tenía que gastar en bolívares lo mismo o más, pero con menos dólares. Pese a los controles de cambio, de precios, racionamientos, y demás fantasías de planificadores, eso únicamente produce inflación y empobrecimiento masivo.
Ese fue el problema con el petróleo y la botija. El del socialismo es que, como teorizó el siglo pasado Ludwig von Mises, el socialismo como sistema económico es inviable a largo plazo porque destruye el sistema de precios que transmite la información indispensable para coordinar una economía compleja. Retrasó el colapso de los socialismos radicales del pasado el que vendían al mundo capitalista materias primas valiosas e importaban –o robaban– tecnología, bienes de capital y técnicas de gestión, pero igual colapsaron. Todavía creen muchos en versiones del socialismo que aparentemente funcionan porque se trata de economías mixtas con una parte socialista improductiva que no funciona y una parte capitalista productiva que la subsidia. Cuando la parte socialista crezca demasiado, colapsará acabando con la otra. Esa es la realidad, nos guste o no.
Y en Venezuela, nuestra tragedia sigue siendo que las diferencias en nuestra polarizada clase política tratan, en el mejor de los casos, de importantes temas como democracia representativa, Estado de derecho y división de poderes. En el peor y más frecuente, del reparto del botín petrolero mediante la corrupción y el control político más o menos disfrazado. Corrupción y socialismo mediante –dos cosas siempre inseparables– destruyeron –unos y otros– todo rastro de controles políticos al poder. Y una mayoría accidental votó inadvertidamente una tiranía de la que, aunque esa misma mayoría hoy lo quiera, ya no le es posible salir en paz. Coinciden casi todos nuestros políticos en la idea general del socialismo como modelo económico y el petróleo como clave para implementarlo en Venezuela. Con más o menos espacio para el sector privado, democráticos o totalitarios, aspiran a regir sobre una economía socialista apuntalada en el petróleo que, contra toda evidencia, todavía piensan que traerá la prosperidad a Venezuela.
El mayor problema es que nuestra crisis política, definida por el que unos se aferren al poder a como dé lugar y otros muestren más voluntad que habilidad para desalojarlos lo más pacíficamente posible, flota sobre un desastre económico al que quienes están a la cabeza de los bandos en pugna no ofrecen solución real. El problema económico es de una escala nunca vista. La botija ya no está vacía, está rota. Como rota está la industria que la llenaba. Ha logrado, el socialismo revolucionario, reducir la capacidad de producción petrolera a mínimos históricos. Tras dos décadas de socialismo revolucionario el atraso en tecnología y gestión es de tal magnitud que las inversiones necesarias para recuperar realmente la industria petrolera en Venezuela serían gigantescas.
El costo político de los sacrificios que requeriría corregir el rumbo, no están dispuestos a asumirlo. Todos creen que quien asuma eso en el poder, lo perderá. Y con el grado de destrucción que sufrimos en el tejido institucional que requiere una economía de mercado, y su completa substitución por la amplísima red de dependencias populistas clientelares masivas, que van de privilegiados bolibugueses a humildes consumidores de bolsas alimentarias subsidiadas, todo en medio de la improductividad e inflación, tal vez sea cierto. Con la botija rota necesitamos que la mayoría entienda y asuma los sacrificios para poner orden en las finanzas públicas, detener la inflación y trasformar el reparto de renta volátil y decreciente en una economía de mercado productiva y diversificada.
Pero la mayoría, aunque hoy comienza a rechazar la palabra socialismo, sigue creyendo que alguna forma “algo parecido” funcionará, porque “tenemos petróleo”. El socialismo es inviable, tanto que logró reducir a nada la industria petrolera venezolana –de la que pretendía depender– y el petróleo no lo hará viable mágicamente. Lo cierto es que incluso si saliéramos del callejón político en el que estamos, seguiríamos en un callejón sin salida, económico e ideológico que nos hundiría, más temprano que tarde, en otro callejón político. Y hasta que lo entendemos y corrijamos, nos seguiremos hundiendo en la destrucción material y moral.