Desde el paleolítico a nuestros días la nueva tecnología ha tendido –y tiende– a reducir el desperdicio neto. La paradoja de la contaminación en el capitalismo es que mientras más nuevas tecnologías se crean para lograr mayor producción, menos contaminación neta se genera como resultado de cada proceso productivo. Si el resto de circunstancias permanece inalterado, menor producción implicará mayor contaminación por unidad de producto, y mayor contaminación neta por producto resultará –casi siempre inevitablemente– de toda reducción de la producción.
Es por eso que las soluciones del neosocialismo seudoambientalista,además de mayor pobreza, implican más contaminación neta. Suele afirmase que dar valor al aire y agua limpios requiere haber superado por mucho la etapa de la lucha diaria por producir la cantidad de alimento necesaria para no morir. Es cierto eso, y cuenta, pero cuenta más que los desperdicios resulten baratos como insumo, y en las sociedades prósperas la gente esté dispuesta a pagar por alejarlos de su presencia.
Sí se puede encontrar una forma rentable de transformar un desperdicio indeseado en algo deseable, se ha ideado un progreso en los métodos de producción, incrementado la producción y el bienestar de la sociedad y se han reducido la cantidad de desperdicios en el ambiente. Pero rara vez alguien lo ha hecho por eso último, sino para enriquecerse produciendo algo que los demás desean a bajo costo. Al menos desde que un genio olvidado del paleolítico descubrió que trabajando pequeños trozos de piedra con filo cortante sobrantes de la talla de hachas de mano obtenía pequeñas herramientas de precisión –nueva tecnología de punta paleolítica– el principio no ha cambiando. Se trata de ver una oportunidad que nadie había identificado antes. Esa capacidad de identificar oportunidades es algo inherente a la naturaleza humana que todo individuo posee y aplica, con lo que viene a ser la verdadera clave de la economía real.
El proceso de producción de bienes intercambiables en buena parte surgió a partir de ideas sobre la forma de usar los desperdicios del producto de la caza, pesca y recolección. Los huesos y las pieles estaban ahí, se podían desechar o transformar. Y no cabe duda de que las primeras industrias capaces de generar bienes especialmente útiles para el intercambio comercial (abalorios) usaron desperdicios contaminantes como insumos de nuevos productos, empezando con la utilización de las partes no comestibles de los animales cazados o rapiñados.
Sí, reducir el desperdicio significa incrementar la productividad, y nadie incrementa sus ganancias desperdiciando, pues todo desecho es literalmente desperdicio al que todavía no se le ha encontrado manera rentable de transformarlo en un bien útil. Y eso lo entendían algunos hombres desde el paleolítico. ¿Por qué resulta entonces a la mayoría de nuestros contemporáneos tan difícil de aceptar algo de lo que existen milenios de experiencia exitosa? En primer lugar, porque toda evidencia histórica o prehistórica, arqueológica o documental, se pude interpretar en varias formas. Mientras más se retrocede en el tiempo, más vacíos hay en la evidencia. Y en segundo lugar, porque el impacto ambiental decreciente es algo que se verifica claramente en una escala de tiempo mayor que el promedio de la vida humana. Pocas personas tienen la humildad para entender que el mundo no empezó con ellos y seguirá cuando ya no estén. Pese a todo, hay un recurso que debería incluir el impacto ambiental decreciente en el terreno del sentido común, como es la comparación entre las sociedades muy desarrolladas y las muy atrasadas. Pero sobre esto cae un velo de prejuicios ideológicos, insalvables para el desinformado ciudadano promedio. Ese que hoy confunde su ignorancia de repetidor de mantras propagandísticos con conocimiento.
Es obvio que un para una producción por habitante, de 100 X de cualquier producto, con un desperdicio de 80X, y una reutilización del desperdicio como insumo de 10X, tenemos un desperdicio neto 72X. Si la población es de 100 habitantes y el territorio de 10 mil kilómetros cuadrados, el desperdicio es de 7.200X en una producción 10.000. El resultado neto es de 0.72 de impacto ambiental sobre el territorio. Pero si la producción por habitante es de 1000X con un desperdicio de 100X y una reutilización del desperdicio como insumo de 50X. La misma población en el mismo territorio produce un desperdicio de 5000X para una producción de 100.000X y un impacto ambiental de 0.5. Un incremento del nivel de vida del 900% con una reducción del impacto ambiental del 30%. En la medida que la población aumente en el proceso, el impacto ambiental bruto puede ser mayor sobre parte del territorio, la clave está en que el impacto ambiental neto en todo el territorio será mucho menor.
Como los incrementos de producción se corresponden a concentraciones urbanas de población cada vez mayores, desde poblados neolíticos hasta ciudades de millones de habitantes, el impacto ambiental bruto concentrado es necesariamente más alto. Lo curioso es que el común de las personas conoce la contaminación de las ciudades en que viven, con la tecnología que usan, pero apenas imaginan, y muy mal, la contaminación de las grandes ciudades del pasado, con tecnologías mucho más simples. La segunda era mucho mayor, y dramáticamente más insalubre que la primera. La Atenas de Pericles, era mucho más pobre, sucia e insalubre que la Roma de Augusto; pero la Roma de Augusto era más pobre, sucia e insalubre que la más contaminada ciudad del tercer mundo de hoy.
Quienes se dicen ecologistas y reclaman el monopolio de las banderas ambientalistas proponen hoy reducir la producción –detener todo progreso– emplear tecnologías más simples y apelar a la organización socialista que causó los mayores desastres ambientales de toda historia humana. Socialistas son, la mentira es su sello. Y su ecologismo, considerando el resultado inevitable de lo que propugnan, no es otra cosa que una parte clave de su cadena de falsedades.