Sin recurrir a Marco Tulio Cicerón mal podría yo reseñar La libertad y la ley de Bruno Leoni. Porque explicaba Cicerón que “La ley es la razón más alta, inherente a la naturaleza de las cosas, que prescribe lo que se debe hacer y prohíbe lo contrario”.
La ley no se crea, se descubre, pues para Cicerón: “Si las prescripciones de los pueblos, los decretos de los príncipes, las sentencias de los jueces, instituyeran el derecho, sería justo robar; justo adulterar, justo falsificar testamentos, si eso se probara por los votos y los decretos de la multitud”.
Todo ello se hizo, una y otra vez, por voluntad de mayorías, príncipes y jueces. La injusticia será ley cuando la ley sea voluntad del legislador. De hecho, los mayores crímenes de modernos Estados totalitarios fueron absolutamente injustos y perfectamente legales. El legislador declaró una u otra vez a categoría de personas culpables por nacimiento, sin defensa ni protección posible. Legalmente “razas inferiores” del nacionalsocialismo alemán; o legalmente “clases enemigas” del socialismo soviético y sus émulos.
El problema, explicaba uno de los mayores teóricos del derecho contemporáneo, Bruno Leoni, empezó cuando la ley dejo de ser –por opinión de creativos teóricos– lo que los antiguos entendían. Aquello que juristas descubren y legisladores fijan respetuosamente. Es el producto más elevado de nuestra evolución moral, y se hizo caprichosa voluntad política.
Así, ya no se garantizaría nunca la libertad porque, explicaba Leoni: “De hecho, la libertad no es solo un concepto económico o político, sino también, y probablemente por encima de todo, un concepto legal, ya que implica necesariamente todo un complejo de consecuencias legales”.
Consideraba él que “la creciente importancia de la legislación en casi todos los sistemas legales del mundo es probablemente la característica más notable de nuestra era”, algo de lo que ni los abogados –formados en una teoría del derecho “moderna” estatista y supersticiosa– toman conciencia.
Agrega Leoni que “casi siempre (…) ignorado es que un remedio que se hace a través de la legislación puede resultar demasiado rápido para ser eficaz, demasiado amplio en su alcance para ser enteramente beneficioso, y estar demasiado directamente conectado con los puntos de vista e intereses fortuitos de un pequeño grupo de personas (…) para ser, de hecho, un remedio para (…) quienes concierne. Aunque se tenga en cuenta todo eso, la crítica se dirige (…) contra leyes particulares más bien que contra la legislación como tal, y se busca una solución siempre a través de una ley ‘mejor’ en vez de tratar de hallarla en algo enteramente diferente de la legislación”.
Los propagandistas de tal derecho lo defienden como efecto necesario de la modernidad en el mismo sentido que la ciencia y la tecnología. No lo es. Porque en realidad es lo contrario de una actitud científica la que prevalece entre esos teóricos del derecho.
Así señala Leoni: “En realidad, el desarrollo de la ciencia y de la tecnología a comienzos de nuestra era moderna se hizo posible precisamente porque se adoptaron procedimientos que estaban totalmente en desacuerdo con los que, normalmente, conducen a la legislación. La investigación científica y técnica precisó, y aún necesita, la iniciativa individual y la libertad individual para permitir que las conclusiones o resultados a los que llegan las personas, quizá contrarios a la autoridad, prevalezcan. La legislación, en cambio, es el punto terminal de un proceso en el que la autoridad prevalece siempre, a veces incluso contra la iniciativa y la libertad del individuo”.
Lo que no entendemos es que al considerar al derecho –y con este, la ley– no otra cosa que la voluntad del legislador –supuesto representante de la mayoría, en el mejor de los casos– y en todo caso de su propio interés –y del de quienes le llevan a ser electo–, entregamos todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida al capricho de tal poder. Ningún soberano absoluto del antiguo régimen soñó siquiera que la ley sería su voluntad, incluso bajo el absolutismo el derecho limitó al gobernante. Podría torcerlo y violarlo, y no siempre impunemente. Pero jamás rehacerlo a capricho. Hoy sí. Hoy es el capricho del poder.
En consecuencia, indica Leoni: “Nuestra noción actual de la ley está básicamente afectada por la abrumadora importancia que concedemos a la función de la legislación, esto es, a la voluntad de otras personas (quienes quiera que sean) en relación con nuestra conducta de todos los días”.
Ante esto, propone: “que aquellos que valoran la libertad individual reafirmen el lugar del individuo dentro del sistema legal global. Ya no se trata de defender esta o aquella libertad particular –comerciar, hablar, asociarse con otras personas, etcétera–; tampoco se trata de decidir el tipo especial de legislación ‘buena’ que deberíamos adoptar en vez de esta ‘mala’. Lo que hay que decidir es si la libertad individual es compatible en principio con el sistema presente, centrado en la legislación e identificado casi completamente con ella. Esto puede parecer un punto de vista radical. No niego que lo sea. Pero los puntos de vista radicales son a veces más fecundos”.
Porque después de todo: “no precisamos refugiarnos en la utopía para encontrar sistemas legales diferentes del presente. Tanto la historia romana como la inglesa nos enseñan (…) una lección completamente distinta de (…) la inflación legislativa de nuestro tiempo. Todo el mundo hace hoy ostentación de alabar a los romanos y a los ingleses por su sabiduría legal. Pero muy pocos comprenden, sin embargo, en qué consistía esta sabiduría (…) los romanos como los ingleses compartieron la idea de que la ley es algo que se debe descubrir más bien que promulgar, y que nadie debe ser tan poderoso en su sociedad como para poder identificar su propia voluntad con la ley del país”.
La libertad y la ley de Bruno Leoni es un clásico indispensable que tenía que reseñar aquí. Léalo y lo comprenderá.