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Tan atrasados estamos en Iberoamérica que mantenemos vivos los restos del Comintern

Guillermo Rodríguez González por Guillermo Rodríguez González
5 noviembre, 2019
en Columnistas, Destacado, Ideología, Opinión, Política, Sociedad
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Lenin en el segundo congreso del Comintern, 1920. (Foto: Flickr)

Estudiar la larga historia del socialismo revolucionario es descubrir que por siglos la búsqueda del poder para los socialistas rara vez fue otra cosa que agitación, terrorismo, crimen organizado, conspiración y golpe de Estado –y cuando fue algo diferente, resultó simple táctica, de corto o largo aliento, disfrazando lo que su creencia ciega finalmente les exige, terror y violencia– . En el poder desplegaron siempre represión, genocidio, destrucción material y moral, empobrecimiento y adoctrinamiento, hambre, represión, aislamiento y dependencia para la casi totalidad. Lujos y poder ilimitados para su alta nomenclatura. Siempre igual. De las efímeras revoluciones de 1410 y 1534 a ocho décadas de poder soviético. Y lo que de aquello quedó tras el colapso.

El resentido aristócrata Ulianov –alias Lenin– no inventó al partido de cuadros ni al revolucionario profesional, pero los materializó como nunca antes. Surgieron de siglos de conspiración subterránea y agitación revolucionaria de enemigos de la propiedad y el comercio, lo que Lenin se atribuyó en el mejor panfleto jamás escrito. Lo teorizó antes –en un socialismo en trance de trastocar al herético milenarismo cristiano en religión atea– el último sobreviviente de la conspiración de los iguales de Babeuf, el revolucionario profesional de entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, Philippe Buonarroti. Pero Lenin elevó a esa mafia de fanáticos sin conciencia al «estadio del arte» y con ellos tomó un Estado que transformó en modelo del totalitarismo moderno. Para su sorpresa, su soviet de Petrogrado no fue otra efímera «comuna de París» sino la semilla de la primera superpotencia totalitaria de la historia, superpotencia condenada a colapsar por la inviabilidad de la economía socialista –pero tras 80 años de muerte y destrucción–.

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Explica lo que quedó tras el imperio soviético, el que limitado al frágil dominio de Petrogrado, y pretendiendo gobernar Rusia sin controlar completamente su propia ciudad, el poder soviético se preocupase menos de organizar su propio ejército, o combatir del crimen organizado –gobierno real de las ciudades– que de dos comisiones –sometidas únicamente Politburó– una a cargo del exterminio de clases enemigas y represión de adversarios políticos, la Cheka, génesis del aparato de inteligencia soviético; y otra a cargo de someter al poder soviético a todos los partidos socialistas revolucionarios del mundo. Su intención era extender la agitación y propaganda a sus enemigos externos, lo que en su compresión fanáticamente religiosa de la política significaba: al mundo entero. De ahí salió el Comintern.

Aquello incrementó exponencialmente la influencia marxista sobre intelectualidad, educación y prensa en occidente. Logró la multiplicación de los tontos útiles ocasionando eventualmente un inesperado «ecosistema» intelectual auto sostenido: el orden espontáneo de la destrucción del orden espontáneo, paradoja de una evolución social signada por la radical subjetividad humana. La envidia es universal –atavismo instintivo emocionalmente poderoso– y al hacer de su legitimación su axioma moral, el socialismo revolucionario inició lo que espontáneamente rebasaría objetivos y control de su agitpro. La bestia adquirió vida propia, pero siguió –y sigue– funcional a centros de poder socialista.

Aislado, con las fuerzas de Kolchak y Denikin avanzando, amenazado por huelgas obreras contra su dictadura «del proletariado», saqueando al campesinado para abastecer escasamente ciudades hambrientas, aferrado a la brutal represión y en medio del colapso económico por hiperinflación, estatización y planificación socialista de la producción –nada accidental, únicamente sobre miseria y desesperación se impone el totalitarismo–. Muchos años antes de tomar el poder, Ulianov rechazó la ayuda a víctimas de la sequia, porque retrasaba las condiciones objetivas de su ansiada revolución –ingentes recursos necesarios para la población bajo su gobierno– sometidas a epidemias y hambre –que nada importaba al poder soviético–  y para los frentes de guerra contra los blancos y la guerra de guerrillas contra los verdes –que sí importaban– fueron desviados decididamente al agitpro en Occidente. Los soviéticos, sin importar lo desesperado de su situación –ni el costo humano– invertían temprana y masivamente en agitpro en todo el mundo.

De aquel intencional aparato filosoviético emergió espontáneamente un establecimiento intelectual y cultural socialista en sentido amplio, y ambos sobrevivieron al colapso soviético, quedando dueños de las primeras armas inteligentes de destrucción masiva:

  • El partido de cuadros.
  • El revolucionario profesional.
  • El intelectual comprometido.
  • El tonto útil.

Apoyaron a los escasos satélites soviéticos sobrevivientes del colapso y a cualquier fuerza antioccidental que encontrasen. Los irrecuperables lloraron al imperio caído pero siguieron con lo de siempre. No conocen, ni quieren conocer algo diferente. Si Gramsci hubiera sido soviético habría terminado en un gulag. Pero sus ideas habrían servido igual al KGB y al Comintern. Gramsci les dio el qué. Los sofisticados intelectuales del ala radical de la socialdemocracia escandinava, el cómo, y lo que combinándolos pusieron en marcha los sobrevivió. Notable ironía.

Mientras el mundo observa cómo, informática, inteligencia artificial y biotecnología (productos del capitalismo) son las herramientas del nuevo totalitarismo. Las soluciones capitalistas –corporaciones privadas, mercado, productividad y competencia– son emuladas –bajo control político e ideológico de otra nomenclatura más astuta que la soviética– para servir a una nueva superpotencia totalitaria sostenida por una economía mucho mayor que la soviética. En Iberoamérica estamos tan atrasados que todavía tenemos Comintern con centro en la Habana, satélites en Venezuela, Nicaragua y Bolivia, y décadas de abrumador agitpro de viejo y nuevo cuño. Sin respuesta alguna por una derecha timorata y carente de ideas propias –excepto por la todavía frágil pero notable respuesta de Brasil–. Hay, además, un liberalismo incapaz de ilusionar masas desorientadas. Es un error sobrestimar al enemigo, especialmente como excusa de fallas propias, pero es un error peor ignorar que existe únicamente para desmoralizar y adoctrinar, crear o aprovechar crisis, tomar el poder, e imponer el totalitarismo. No piensan en otra cosa. No viven sino para eso. Por ello piensan y actúan, matan y mueren. Por eso su debilidad puede resultar su fuerza. Y como ofidios venenosos que son, cambian regularmente de piel. Recientemente a Foro de São Paulo y Grupo de Puebla.

Guillermo Rodríguez González

Guillermo Rodríguez González

Guillermo Rodríguez G. es investigador del Centro de Economía Política Juan de Mariana y profesor de Economía Política en el área de extensión de la Facultad de Ciencia Económicas y Administrativas de la Universidad Monteávila, en Caracas, Venezuela.

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